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Ocho de cada diez: la impotencia colectiva

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En los últimos años para la mayoría de la población mexicana, la palabra “justicia” dista hasta de lo que dicta su definición en el diccionario. La impunidad y corrupción han ayudado a perder la fe en las instituciones encargadas de castigar a los responsables por delitos tan graves como el asesinato, elevando el nivel de criminalidad en las calles, al igual que el enojo colectivo con el sistema judicial.

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Es en este contexto en el cual se desarrolla Ocho de cada diez (2019) la nueva producción de Sergio Umansky Brener. La historia se desarrolla en una ciudad sin ley, impregnada de días grisáceos y noches oscuras. En este lugar, gobernado por el entonces presidente Enrique Peña Nieto, cuyo sexenio, según expertos, ha sido más violento desde que hay registros, Citlali y Aurelio buscan cicatrizar las heridas del otro, no sin antes haber hecho justicia por mano propia, cansados de esperar la respuesta de las autoridades. 

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Umansky recopila los testimonios de víctimas de violencia, a quienes él entrevistó, para darle forma a sus protagonistas, interpretados por Noé Hernández y Daniela Schmidt, en este thriller que expone el lado más oscuro de la realidad actual, mostrada desde el punto de vista de Aurelio. Mirada cada vez más intransigente, misma que recuerda a la de Travis Bickle en Taxi Driver (1976) o la de Juan Kramsky en Diente por diente (2012) historias de hombres comunes, rotos anímicamente y arrastrados al límite por la propia sociedad tóxica.

Son los aletargados procesos legales en México, plasmados a través de los lentos movimientos de cámara realizados por el cinefotógrafo Miguel Escudero, lo que hacen explotar al protagonista. Durante esta búsqueda de venganza, Aurelio traspasa poco a poco la línea de lo ético con el fin de dar con el responsable de la muerte de su hijo, mientras el espectador, quien en un principio se encontraba apartado de la atmósfera violenta, se hallará tan cerca del ambiente criminal gracias al simbolismo de los planos abiertos. 

Esa cercanía con la violencia que va in crecesno a lo largo de la película, llega a lo más alto cuando sobrepasa la barrera de lo ficticio y se desarrolla en el plano de lo real, por ejemplo las escenas del material grabado desde una cámara de seguridad en las que se muestran los asesinatos de diez personas desde diferentes partes del país. A pesar que la mayoría son secuencias actuadas, hay algunas que vienen de material de registro, y aunque esto es un elemento común utilizado por distintos cineastas, no deja de ser un impacto visual.

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Ocho de cada diez, cuarto largometraje del cineasta mexicano, es un trabajo más apegado a la realidad social en comparación a las recientes abigarradas producciones hollywoodense protagonizadas por Liam Neeson, sin embargo, el problema de la historia mexicana se encuentra en su tímido desarrollo.

Las motivaciones de los personajes y los conflictos se encuentran definidos en la trama pero la narración no toma ningún riesgo para absorber y sacudir al público, salvo en momentos específicos claro, quienes acompañan a los protagonistas durante casi dos horas a ese mundo visceral, resultando un arco dramático plano, carente de matices.

A pesar de sus puntos débiles, es digno de reconocer el trabajo de la producción para realizar una película que explora los sentimientos más violentos del ser humano, consecuencia de los problemas sociales que nos han aquejado durante mucho tiempo. Los protagonistas son el reflejo del pensar público, sus acciones son la fantasía soñada por la mayoría. Vivimos en tiempos donde impera la impotencia colectiva por no tener un sistema judicial que nos proteja y por eso, hemos sido una población fracturada.

Ocho de cada diez es una crítica al México violento, un lugar desprotegido donde la única oportunidad de esperanza es aplicar las antiguas leyes dictas en la tabla Hammurabi, aún sin saber con exactitud si el acusado es el verdadero culpable.

Diana Mendoza 

Editora audiovisual del Museo de Antropología y admiradora del séptimo arte.

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