Caniba: una brecha perturbadora para (re)pensar lo humano

Por: David Ornelas (@DAVIDORNELASM)
Apelar a lo esencial de la experiencia humana garantiza la conexión, efectiva y profunda, de los relatos con sus espectadores. Pero ¿qué es lo humano y cuál es su esencia? Queda claro que la respuesta es, antes que destino, búsqueda, y que algunas historias demuestran que ese camino no siempre es luminoso.
Caniba es el tercer documental realizado en conjunto por Verena Paravel y Lucien Castaing-Taylor, ambos antropólogos. Con un mínimo de recursos expresivos, los autores recurren a la entrevista en close up, a las imágenes de archivo y al diálogo entre personajes como dispositivos para exponer el caso de Issei Sagawa, quien es perturbadoramente famoso por asesinar y comer partes del cadáver de una holandesa a principios de los años ochenta en París.
En Caniba, remitirnos a las formas del relato, en este caso del documental, es quizá una las vías más transitables para rastrear lo que se oculta al fondo, en la oscuridad; siempre con la esperanza de encontrar una vereda iluminada para (re)pensar lo humano.
Issei Sagawa padece una parálisis corporal que lo inmoviliza casi por completo. Lo único que mueve, con cierta dificultad, son las manos y la cabeza; es ahí (y sólo ahí) donde dirigen la cámara los realizadores. Al tiempo que Sagawa confiesa sus más profundos, oscuros y dolorosos deseos, observamos su cara con detenimiento, en principio, una como la de cualquier anciano oriental. La naturaleza de la narración de Issei y la persistencia del close up nos sugieren deformaciones morfológicas. Como una palabra repetida varias veces, la lógica del rostro se pierde por momentos: los ojos dejan de parecer ojos y las fosas nasales y la boca se convierten en repulsivas cavidades sin fondo. Pocas cosas tan perturbadoras como la desfiguración del rostro; nada tan humano como el deseo. Lo humano y sus aberraciones conviviendo en la estrechez de un encuadre cerrado.
Mucho de lo que sabemos de Issei Sagawa se revela mediante la interacción que en el documental tiene con su hermano, Jun. Con las cámaras como testigos, Jun hojea por primera vez el manga que Issei realizó como descripción de su crimen: un ejemplar lleno de trazos y frases delirantes, tan infantiles como sangrientas, al tiempo grotescas y eróticas. Jun Sagawa no atina a conservar una postura fija ante el libro por más de tres páginas: reconoce el talento, ríe de nervios, descalifica la finalidad de su publicación y hace preguntas que él mismo contesta. Asegura que no puede seguir, pero no deja de mirar. Jun Sagawa cuida de Issei y es su confidente; es el puente entre él y los cineastas. También se anticipa a la ansiedad y al prejuicio del espectador, en un intento muy humano de protección familiar.
Las imágenes de archivo pertenecen, por lo menos, a tres fuentes distintas: secuencias pornográficas de video casero en las que participa Issei Sagawa; actos de masoquismo en los que Jun se autoerotiza mediante el castigo doloroso a su brazo derecho, y, finalmente, imágenes fílmicas de los dos hermanos cuando eran niños no mayores de seis años. Los tres registros son un respiro tras el emplazamiento asfixiante de la cámara, en planos siempre cerrados. Un respiro en un ambiente enrarecido, pero respiro al fin de cuentas. El último, el de los niños y su inocencia, es el más revelador: inserto ahí, en la parte del documental donde ya sabemos demasiado de las filias y fobias de los personajes, las secuencias en blanco y negro de los pequeños no puede ser otra cosa que una angustiosa búsqueda del momento que torció sus destinos. La infancia perturbada, la esperanza perdida de la humanidad.
Issei Sagawa estudiaba literatura en la Sorbona de París cuando cometió el crimen. Asegura que la imagen de Grace Kelly en High Noon desató su fetiche por las mujeres occidentales. Qué importa si esto es o no cierto, funciona para la exposición que ha construido de sus actos un hombre que algo debe saber sobre relatos ficcionales. Cuando lo cuestionan sobre lo que hizo, asegura que la antropofagia es una extensión de los impulsos humanos primitivos, dentro de los que, por cierto, sugiere incluir la creación y la escritura. “Necesidad. Instinto. Pulsión. Deseo. El tamaño de la urgencia, como una ola”, dice Issei.
La estrechez de la mirada en Caniba se revela aguda y profunda. La oscuridad se ilumina. El relato, poderoso y punzocortante, abre otra brecha para pensar lo humano y lo esencial de su experiencia.
David Ornelas Trabaja en el departamento de difusión de la Cineteca Nacional y ha escrito sobre cine en algunas publicaciones digitales.
Categorías