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Tótem: lo mínimo y la trascendencia

Tótem: lo mínimo y la trascendencia

Por: Carlos Carrizales 

La vida íntima familiar está repleta de caos cotidiano, misticismos posmodernos, tragedias de muerte. Hay un mundo dentro de una casa. En Tótem asistimos a la exhibición de un espacio doméstico frenético, donde cada uno de sus habitantes suma sus esfuerzos en una danza sin ensayo, cuyo fin es contradictorio por su intento de embellecer lo inevitable; de celebrar un luto

La pequeña Sol (Naíma Sentíes, quien captura complejidades en su debut como actriz) pasa la tarde en la casa de sus tías, en medio de la organización de una fiesta para su padre, Tona (Mateo García Elizondo), quien padece un cáncer que lo ha carcomido hasta un punto sin retorno. Está preocupada y lo refleja en deseos de que su padre no muera, en atención cuando sabe que hablan de él, en miradas silenciosas, en peticiones constantes de verlo. Entre su ansiedad despierta ante su entorno y el frenesí de sus tías mientras hacen el pastel, llegan los invitados y todo comienza a estar listo; ese día Sol y su familia se reunirán para celebrar, en compañía, una vida que se extingue

En este nuevo largometraje de Lila Avilés la anécdota provee sólo el contexto para que todo lo demás gire en torno a la observación de este grupo familiar que se reúne. Lo interesante para la directora no lo constituye contar una trama al uso, sino el desenvolvimiento del día de celebración, el movimiento tanto físico como emocional dentro de la casa, única locación. La mirada sigue a estas personas en medio de una práctica tan común a casi todo el mundo como organizar una fiesta en un nivel de inmersión naturalista tal que es casi como estar ahí, viendo cómo se desplazan los cuerpos y los sentires.

Por momentos, la propuesta visual de Tótem está muy cerca de una especie de sensibilidad etnográfica, más propia del documental que de la ficción, como si una familia hubiera decidido permitirle a la directora adentrarse en su día festivo. La cámara registra el acontecer cotidiano, observando atentamente, evocando historias previas, volviendo al presente la historia de una trayectoria familiar al grado de condensarla en un punto en el tiempo (una fiesta de luto) y un espacio (la casa). 

Si en su primer largometraje, La camarista (2018), Avilés nos hizo acompañar a su protagonista por las entrañas del hotel, túneles fríos, espacios cerrados, con historias que acentúan la fragmentación social y las soledades ajenas, en su segunda película nos conduce por espacios domésticos que lleva de vida, situando la soledad en compañía. En Tótem la estructura espacial parece corresponder ciertos lugares de la casa a ciertos personajes, dotándolos de su propio ritmo. Si una constante en los trabajos de la directora parecen ser los microcosmos que contienen las arquitecturas, ahora cambia el registro: aquí, la calidez inunda la casa. La luz natural enmarca los preparativos y los juegos infantiles, así como la prisa de las adultas; luego, durante la fiesta nocturna, las lámparas llenan el patio, cobijando la celebración. La frialdad queda abolida. Hay compañía, convivencia, grupo. 

Esto se relaciona directamente con una noción particular del tiempo. Durante toda la película existe la sensación de que todo acontece en “tiempo real”, que se corresponde la duración con el transcurrir del día. El montaje de Omar Guzmán utiliza las elipsis para acompasar el ritmo, a veces extendiéndose en tomas largas y sin cortes, y en otras contrayéndose para introducir nuevos personajes que comienzan a llenar los encuadres y la casa, haciendo énfasis en la celebración al equipararla con un homenaje. 

Es prudente, entonces, decir que lo que vemos no es sólo una fiesta: es un ritual. Se despliega ante nosotros de forma parsimoniosa, pero está repleto de rupturas y obstáculos. Dificultades emocionales como el apartamiento del padre, la indisposición de una hermana, la preocupación de Sol, el cansancio abrumador de Tona. Esta celebración sagrada se ensucia los pies, se revuelve entre los vaivenes de todas las personas que habitan la casa, espacio en donde coexiste un flujo continuo que va de entes humanos y sus producciones culturales (las pinturas, la cocina, lo simbólico, los misticismos), hasta animales y plantas. Hay mantis religiosas, peces y caracoles también invitados a esta ceremonia. 

Tótem: lo mínimo y la trascendencia
Tótem (2023)

La dimensión espiritual de Tótem también provee la inmensa ternura en el tratamiento. La delicadeza con la que se retrata la celebración logra capturar la melancolía ante el futuro que sienten Sol y toda la familia, toda el agua de vida que se le escapa de entre las manos al padre, todo el cariño que le prodigan a este joven moribundo las personas que lo conocieron. Y es ahí donde la película tiene su más grande logro: la capacidad de conmover sin artificios, con no más que la contemplación de un seno familiar (que no se limita a la familia propiamente dicha) que intenta imponer la vida ante la muerte, darle aliento a la llama de una vida que se apaga.

En su retrato coral, de múltiples protagonistas (aunque Sol sea la persona central, ese tótem que simboliza la tragedia de quien sufre la pérdida pero todo el cariño que se puede tener en vida), Tótem es una película sobre un festejo; el retrato de un ritual que deviene en elogio, más fuerte en tanto sólo le queda resignarse ante ese último gran juez que es la muerte, hermanando la tragedia con el inmenso amor, la tristeza con el júbilo. Arrojando luz ahí donde lo mínimo se enlaza con la trascendencia.

Tótem ya está en Netflix 

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