Oppenheimer: la brutalidad de la razón | Crítica

Por: Carlos Carrizales
El mito de Prometeo ha detonado siempre narrativas trágicas. La razón es evidente: habla de un héroe que, aunque trajo luz y poder a la humanidad, es castigado por ello. La nueva película del taquillero e intrincado Christopher Nolan, Oppenheimer, revisita esa figura mítica para hablar sobre el científico que también saquearía un fuego a un Dios (en este caso los componentes mismos de la materia) para legárselo a la humanidad: el fuego atómico que acabaría una guerra y pondría un límite determinante a cualquier otra.
Adaptada del libro Prometeo americano, de Martin Sherwin y Kai Bird, Oppenheimer es una revisión biográfica de J. Robert Oppenheimer (interpretado de forma contenida pero sólida por Cillian Murphy), el físico nuclear responsable del Proyecto Manhattan que diseñó las primeras bombas atómicas que terminarían la Segunda Guerra Mundial tras su lanzamiento en Hiroshima y Nagasaki. La película, de tres horas de duración, explora un amplio espectro de tiempo: desde los años universitarios del científico, hasta su persecución política por parte de Lewis Strauss (Robert Downey Jr.), debido a vínculos con comunistas y presunta traición a la patria, pasando por su dirigencia en Los Alamos (el centro en el que se desarrolló la bomba nuclear) y sus relaciones personales, tanto académicas como amorosas.
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Jugar con el tiempo de la narración es ya una clave estilística del director. Desde Memento (2000) su obsesión por romper la linealidad de la historia no ha hecho más que mantenerse y aumentar, hasta llegar a lo visto en Tenet (2020), donde el tiempo corría incluso hacia atrás. En Oppenheimer, el tiempo se comporta de forma más parecida a como lo hace en Dunquerque (2017), con líneas que ocurren más o menos de forma paralela; una cuenta la audiencia del físico para rendir cuentas sobre sus vínculos con comunistas y otra se coloca desde el punto de vista de Strauss, quien motiva su enjuiciamiento. Una tercera, que se comporta como un flashback, se concentra en el periodo universitario y el desarrollo de la bomba.
La fragmentación del montaje, así como resulta en un vaivén temporal que retrata a su protagonista en distintos momentos de la vida, permitiendo capas de interpretación y expectativas (la charla con Einstein, convertida en marco de referencia; las intenciones del personaje de Downey Jr., o los remordimientos de Oppenheimer sobre su creación), también vuelve al filme plano por ser muy uniforme. En pocos momentos se modifica el ritmo de la narración o se permite respirar a las escenas, que se suceden una tras otra en cortes rápidos y saltan de un tiempo a otro, dando la información necesaria para seguir la trama o acentuar las intenciones temáticas que le preocupan al director, pero diciendo poco en cuanto a un desarrollo de personaje. Por eso mismo, la profundidad humanística del propio Oppenheimer nunca llega a exponerse en plenitud, adoleciendo, sobre todo, de las relaciones con las dos mujeres importantes en su vida: su amante Jean (Florence Pugh) y su esposa Kitty (Emily Blunt), ambas desperdiciadas y con apenas algunas líneas de personalidad que no logran dar a entender la formación del vínculo ni las delinean como personajes multidimensionales, sino que, incluso, las estereotipan. Jean es la mujer inestable que necesita del hombre pero cuya asperidad lo aleja; Kitty es la esposa que se resigna a ser la pareja de un hombre famoso. Las dos son acompañantes, momentos en la biografía del científico que sólo ofrecen esbozos sobre la dimensión afectiva del hombre.
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De igual forma, ese tratamiento temporal no es tanto un laberinto que el espectador debe unir tras un ejercicio de mirada atenta. Cronológicamente vista, la narración de la película es más convencional de lo que aparenta, cercana en su estructura a otros ejercicios biográficos como El código enigma (Morten Tyldum, 2014) o La teoría del todo (James Marsh, 2014), aunque sí, menos sentimental. Con todo, resulta interesante reflexionar si las digresiones temporales son ejercicios de complejidad o sólo de complicación; qué tanto suman a la experiencia u oscurecen su lectura.
En este sentido, Nolan demuestra una vez más que es un autor de temas más que de personajes. La humanidad de los humanos que escribe no resalta en la pantalla…ni siquiera cuando hace una biografía, como en esta ocasión. Si se piensa en el hecho de que la aparición de desnudos y un par de escenas sexuales fue noticia para la publicidad de la película, eso nos recuerda lo asépticos que han sido los cuerpos en su filmografía: lo poco deseante de la carne de sus protagonistas (siempre masculinos) que son a menudo (y sin excepción en esta entrega), entes de acérrimo raciocinio que se desenvuelven en una incesante letanía de diálogos de exposición y prosa ostentosa.
El Oppenheimer de Nolan, más que un estudio de personaje o un retrato del hombre detrás del mito (como logra Lincoln, de Spielberg; Van Gogh en la puerta de la eternidad, de Julian Schnabel, o J. Edgar, de Clint Eastwood) es la excusa para reflexionar sobre el mito mismo, sobre la condición de genialidad, las resacas morales de darle a la humanidad un arma colosal y los caprichos del poder político contra el saber científico, al cual somete, a fin de cuentas. El Prometeo de Nolan es un arquetipo de la figura intelectual que, aunque triunfe, fracasa; de la mente deslumbrante que quiere volar, pero queda atada por la vulgaridad de la vida social y política que no entiende razones ni dimensiona la importancia de los descubrimientos y el poder que tiene entre sus manos. Lo trágico del personaje es que la reacción en cadena que no pudo contener fue la que lo ligaba a su contexto y, por tanto, a su dimensión más humana. Contener la reacción del átomo le tomó unos años, la otra, más imprevisible, ató su nombre a la Historia y lo hizo con sangre.
Son los momentos en los que el personaje ve de frente las consecuencias de su creación, las que condensan toda la propuesta discursiva acerca de la técnica al servicio de la destrucción, el papel de la ciencia en sociedades belicistas y los monstruos de la razón. Dos secuencias son las principales: la detonación de prueba de la bomba que demostraría su eficacia y el momento en que sus colaboradores celebran a Oppenheimer tras el lanzamiento del arma en Japón. En la primera, Nolan recurre al silencio para que acompañemos la estupefacción del protagonista ante el fuego que se extiende hasta el cielo y le muestra la potencia de lo que acaba de inventar: un infiernodentro de un proyectil. La luz que produce es cegadora y después se acompaña del estruendo, el rugido de la columna roja que consumirá a todo un país y tendrá en vilo a lo que resta del siglo XX.
En la segunda, Oppenheimer ve cómo los aplausos de sus colaboradores se convierten en sollozos y gritos de dolor, como imaginándose lo que pasó con las víctimas de la bomba. La escena es una escalofriante representación de la toma de consciencia, la primera genuina, que rompe con su enigmática y ambigua postura moral.
En esos momentos, Nolan busca condensar en la figura de Oppenheimer, preocupaciones que conciernen a la humanidad como conjunto. Lejos de glorificar la bomba (aunque tampoco cuestiona demasiado la postura estadounidense), el director la usa como pretexto para hablar de la brutalidad que esconde la capacidad humana de pensar y, más aún, de imaginar. El fuego que consume se esconde en nuestros sueños. Traerlo a la realidad, se trate probablemente de una pesadilla.
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