Adiós a Mifune

Por: Rodrigo Garay Ysita
El Emperador trabajó arduamente durante dos años. El fruto de sus esfuerzos: un complejo retrato de idealismo moralizador casi imposible, un personaje tan admirable, tan alto (éticamente hablando) e incorruptible que serviría como un faro de luz para el resto de los personajes de esa magnífica producción que resultó en Barbarroja (Akahige, Akira Kurosawa, 1965). La edificación de un hombre tan completo también significó la destrucción de una vieja amistad, pero esos son los precios que paga el artista, habremos de suponer.
Como era de esperarse, Kurosawa le dio el papel del inmaculado doctor Kyojō “Barbarroja” Niide a su mejor actor, su inseparable Toshiro Mifune. Era su décimo sexta colaboración y la culminación de una especie de escala axiológica involuntaria que el cineasta había estado trabajando hasta entonces. Y es que cada personaje de Mifune, en términos muy generales, había ido creciendo moralmente respecto al anterior.
Todo comenzó en esa audición masiva que organizó Toho Studios en búsqueda de nuevos talentos (y que describe Paul Tatara en su artículo para Turner Classic Movies), un evento al que Kurosawa por poco no asiste. Ahí conoció al actor, que lo atrajo inmediatamente por su impaciencia y su violencia reprimida, o, en palabras del cineasta, porque “era tan atemorizante como observar a una bestia herida tratando de liberarse”.
Ese carácter bestial fue el que caracterizó a Tajōmaru en Rashōmon (1950) y a Kikuchiyo en Los siete samurai (Shichinin no Samurai, 1954). Mifune, como bandido en la primera y como falso samurái en la segunda, es muy notorio por su explosividad, por sus arranques candorosos, sus vaivenes iracundos y la mirada rabiosa que los acompaña. Tajōmaru y Kikuchiyo son fuerzas de la naturaleza, casi imparables, pero al mismo tiempo divertidos y simpáticos, pues era la labor de Kurosawa encontrar el centro de bondad en sus sujetos y llevarlos por buen camino a final de cuentas. Sobre todo en Los siete samurai, Kikuchiyo halla el camino a la grandeza a pesar de haber sido impulsivo, ladrón y mentiroso.
El momento más oscuro para las interpretaciones dramáticas de Mifune-Kurosawa fue shakespeariano. La terquedad irredimible del Macbeth japonés en Trono de sangre (Kumonosu-jō, 1957) tenía que culminar de manera sanguinaria por diseño y, a diferencia del anagnórisis orgulloso que tiene el personaje en la obra original, el comandante Washizu solamente se entrega al horror provocado por sus propias imperfecciones.
Trono de sangre está perfectamente arraigada a sus orígenes dramáticos, aprovechando la sobriedad del teatro nō (en la puesta en escena del castillo del nuevo rey) para ocultar la suciedad que la avaricia tóxica de Lady Washizu impregna en el alma del protagonista.
Sin embargo, a pesar de la imposibilidad de salvación, el mensaje aleccionador de Kurosawa en su adaptación de Macbeth está fundamentado en las intenciones moralizadoras de la tragedia clásica y, por lo tanto, Mifune es una vez más portador humanístico y representante del crecimiento metaficcional del Dr. Niide.
Luego de la templanza de Yojimbo (Yōjinbō, 1961) y Sanjuro (Tsubaki Sanjūrō, 1962) —cuya influencia en el spaghetti western de Sergio Leone, nutrida por la filmografía también humanista de John Ford, no requiere de análisis posterior en este texto para conservar su brevedad—, Kurosawa y Mifune encontraron su punto de quiebre: Barbarroja finalmente los rompió.
Según los rumores de los biógrafos que Kurosawa no estaba contento con su actuación. Que la barba que Mifune se dejó para el papel titular le impidió conseguir otros papeles durante los dos años que duró la producción. Y es que cómo pudo atender las demandas para un papel tan idealizado, el doctor perfecto estaba muy lejos de la fiereza del bandido. Se pelearon y nunca volvieron a trabajar juntos.
Casi treinta años después, en 1993, se reencontraron en el funeral de Ishirō Honda. Dicen que se vieron el uno al otro fríamente por un largo rato. Luego se abrazaron con fuerza.
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