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El Club: religión y despotismo

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pleca luis

Así que no temaís; porque nada hay encubierto, que no haya de ser manifestado; ni oculto, que no haya de saberse. 

Mateo 10:26

El cuarto largometraje del cineasta chileno Pablo Larraín no deja de explorar los ambientes perversos a los que nos tiene acostumbrados. El Club se centra en la historia de un grupo de sacerdotes que viven en una casa de retiro. Ellos sobreviven como apostadores con un perro de carrera llamado Rayo, al mismo tiempo están bajo el cuidado de la Madre Mónica (Antonia Zegers).

En el periodo en que el Padre Matías Lazcano (José Soza) llega a la casa, reciben un visitante inesperado: Sandokan, interpretado por Roberto Farías (No -2012- y Violeta se fue de los cielos -2011-), un hombre adulto que parece buscar al padre recién ingresado en la casa. El individuo se encuentra afuera vociferando todos los abusos que sufrió en la parroquia local cuando era niño, por lo que el padre Lazcano es obligado a salir por sus inquilinos, y en su desesperación para ahuyentar al visitante, le ofrecen una pistola. No obstante cuando el cura Lazcano sale a su encuentro, se suicida de un tiro en la sien.

13930-HLa idea de la cinta se centra en un tema controversial que abarca desde el abuso de poder de los sacerdotes católicos, hasta la rapidez con que la iglesia se deslinda de sus casos para evitar controversias y la opinión pública.

El Padre García, interpretado por Marcelo Alonso (quien se encuentra en una misión cerrando todas las casas de esta índole) llega al lugar para inspeccionar la situación tras el dramático incidente. La tesitura se vuelve más incómoda cuando comienza una serie de entrevistas a los inquilinos, momento en que les recuerda sus acusaciones, la excomulgación a la que están sujetos y sus pasados. Igualmente, el Padre García comienza a restringir a los curas de distracciones y vicios como beber vino en la cena, o las apuestas.

La cinta ganadora al Oso de Plata-Gran Premio del Jurado nos presenta una serie de sujetos menesterosos que evaden su realidad. La narrativa se desarrolla lentamente, por momentos nos deja un sabor rígido del tedio sobre la situación de estos sacerdotes y el hastío en que se encuentran envueltos.

El filme muestra un ambiente de abandono, presión y abnegación; por instantes encierra las palabras de los personajes en diálogos casi susurrantes, como si enfatizaran la mezquindad y el misterio. Lo anterior es reforzado con el uso de encuadres muy cerrados, estableciendo así mayor inquietud.

Por el aspecto polémico no quiere decir que la película sea excelente por antonomasia, sin embargo el dramatismo con el que cierra el tercer acto, estremece. Asimismo, el drama se disipa en el final para después dispararse, como la tormenta que retrocede con calma antes de arrastrar, y arrasar el epílogo.

El desarrollo gradual del guión se ve catapultado por una ola dramática, que se ha cosechado con sosiego durante toda la película hasta el clímax, en un montaje paralelo. Punto que refuerza el silencio como aspecto característico de la obra de Pablo Larraín.

Un argumento que pone en la mesa muchas miserias sobre un país en particular, pero que no es ajeno en otras partes del mundo. Al final no hay salida para el culpable ni para la víctima, terminando en el dogma de siempre. Una frase… “Solo dios sabe”. Razones de una cinta temerosamente similares a ciertas realidades, y que serán suficientes para entender que la mayoría del tiempo existe un mal donde se supone reside el bien.

Luis Zenil Castro 

Productor audiovisual y dibujante.

 

 

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