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El conde: el vampiro satírico de Pablo Larraín | Crítica

El conde: el vampiro satírico de Pablo Larraín

El Conde consigue romper lo que parecía ser una figura impenetrable con una crítica aguda pero sutil.

Desde su ópera prima, Pablo Larraín se ha inclinado a hacer un cine con moraleja. Al final de Fuga (2006) advierte los peligros de una ambición desmedida al ahogar la única oportunidad de reconocimiento de un aspirante a director de orquesta; esto como castigo por su inmoralidad. En su faceta de revisionista histórico la moraleja se ha incrustado en su ADN a partir de historias en las que retoma los sucesos con ficción y anarquismo, dando como resultado películas que no podrían estar más desinteresadas en apegarse a la realidad o en hacer un recuento biográfico puntual de lo sucedido. No hay ninguna persona cercana a la corona que respalde la tensa navidad en el castillo de Windsor vista en Spencer (2021), tampoco hay pruebas de la existencia de un carismático detective persiguiendo a Neruda durante su desafuero, ni, mucho menos, un registro de que un tal René Saavedra se haya encargado de idear la campaña del NO durante el plebiscito chileno de 1988. 

Aun diciendo verdades a medias, ha conseguido en todos sus intentos acertar en el blanco, llegando a la médula de los sujetos y sucesos que analiza a partir de contar anécdotas simbólicas que resumen las sensaciones, los temperamentos y los mundos que le preceden, con una gracia casi poética. Tras concentrarse en objetivos amables, el realizador se ha topado con su más grande, extraño y hasta insensato reto: abordar al infame Augusto Pinochet, con la enorme ocurrencia de hacerlo en una comedia de terror…intento que del que no sólo sale bien librado, sino triunfante.

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El Conde (2023) revive al exdictador como un vampiro de 250 años que, en el crepúsculo de su inmortalidad y harto del desdén del pueblo que gobernó, desea morir. Pese a su ansias, sus hijos (una bandada de cuervos oportunistas) no permiten este imposible suicidio, pues ansían obtener una tajada de la inmensa fortuna que pudo haber hecho en sus tiempos de gobernante. Antes de que sea muy tarde, los usureros descendientes llaman a una contadora para que rastree el supuesto dinero perdido. La llegada de esta enigmática mujer genera la pulsión de vida que tanto necesitaba el añejo patriarca, al mismo tiempo que devela un choque de intenciones entre los habitantes de la casa.

Ve el tráiler de 'El Conde', la película de Larraín sobre Augusto Pinochet
El conde

Una premisa así de disparatada es susceptible a levantar polémicas por moverse en la delgada línea entre la genialidad metafórica y la trivialización del régimen chileno. Por ello, su director se anticipa a las críticas más agudas haciendo un juicio concluyente con su estética: Pinochet es un ser tan atroz que dejó su condición humana, y ahora es una bestia irredimible. El realizador acentúa esa monstruosidad recurriendo al cine de horror, inspirándose en las primeras etapas del género con Carl Theodor Dreyer y su Vampyr (1931), en expresionistas como F.W Murnau y su Nosferatu (1922) y en el trabajo de sus herederos anglosajones Todd Browning y James Whale.

Esta nutrida cartera de referencias da forma al esfuerzo visual más portentoso de toda su carrera, con escenas que desparraman una belleza inmensa, especialmente en esos fragmentos inolvidables de seres eternos que surcan los cielos. Pero, más importante, frena al público de confundir su osado tratamiento con los sentimientos reales del autor hacia su protagonista.

El Conde es una cinta fácil de malinterpretar como una revisión condescendiente al exmandatario, pues no tiene temor en adentrarse en su horrida mente para comprender las patologías psicológicas que ocasionan el deseo de un poder totalitario. Al igual que uno de los personajes de la película, Larraín escucha atentamente al Augusto ficticio, intentando justificar sus crímenes con la desvergüenza que sólo puede crear la impunidad; pero entre más se exhibe, más herramientas le otorga al realizador para mofarse de él.

Sin embargo, el elemento cómico no explota con descaro, pues, en general, El conde es más astuta sobre dónde y cómo posicionar sus golpes, regresando a un tipo de sátira abandonada por la hegemonía hollywoodense que acostumbra a gritarnos en la cara las reflexiones de sus autores con la mayor obviedad posible. Su director busca que el público haga un ejercicio de memoria, escondiendo comentarios irónicos en cada punto de inflexión sobre diferentes episodios dentro de la vida de su rememorado, mientras que su tono solemne encubre muy bien sus condenas al largo historial de faltas y corruptelas del exmilitar.

La estocada final a su legado proviene de su formidable premisa vampírica, que aunque también subraya su imagen como un espectro imperecedero que sigue atormentando al pueblo chileno, lo ataca dejándolo mal parado frente a otros hematófagos más poderosos al pintarlo como un espécimen impotente y narcisista. Lo más llamativo de todo es que el objetivo último no es llegar a una catarsis nacional que comience la destrucción definitiva del monstruo, sino advertirnos de lo que podría venir si se permite que la llegada de futuros gobiernos conservadores, como lo señala su inesperado twist final.

El Conde consigue romper lo que parecía ser una figura impenetrable con una crítica aguda pero sutil. Este imperfecto deleite blanco y negro es una gran ultimación a las habilidades de su temerario director, quien consigue vencer las dudas generales de su premisa, aunque es imposible que no cause escozor y descontentos.

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