Bardo: oda a la megalomanía | Crítica

Bardo no da salidas fáciles y hace honor a su título como un limbo entre la gracia y la pretensión, que abarca crestas muy altas y valles muy bajos.
Todo artista es propenso a sufrir la misma enfermedad congénita: la de creerse un mesías en su rubro. Cada quien tiene una manera particular de activarla, ya sea con el lanzamiento de su primera obra, por la influencia del público o de analistas y colegas que hinchan sus egos con elogios definitorios. Incluso, hay quienes aun sin ser creadores, tienen una mente con las condiciones idóneas para incubar el virus y, eventualmente, infectar el organismo.
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Alejandro González Iñarritu parece reunir sin excepción todos estos síntomas. De un laureado periodista radiofónico pasó a ser considerado por muchos el responsable de iniciar un renacimiento en la escena mexicana con su envidiable ópera prima, Amores perros (2000), que mezcló su prodigiosa puesta en cámara con un exquisito guion coral de Guillermo Arriaga.
De ahí siguió una carrera cinematográfica en meteórico ascenso con películas que lo catapultaron al estrellato internacional, aumentando su prestigio y credibilidad con condecoraciones cada vez más importantes ante la industria. Estas alcanzaron un punto alto con la conquista de su galardón más codiciado: el premio Oscar, del cual ha recibido cinco.
No obstante, la fama no acaricia, y los elogios mucho menos. Hacer cine requiere de un aprecio y seguridad en uno mismo, pero también de un temple suficientemente fuerte para no dejarse llevar por los halagos, característica de la que el director carece y que ha devenido, ante la opinión pública, como un realizador pretencioso para los cinéfilos más quisquillosos.
Parece sumamente falaz e irrelevante plantear una obra artística desde el ego de su creador, pero Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (2022) es el resultado del exorbitante amor que el director tiene por su propia persona, y es la razón por la que se percibe como una misión Kamikaze para destruir su propio mito.
Esta es la historia de Silverio Gama, un célebre documentalista que regresa a su país después de años de trabajar en el extranjero en vísperas de recibir un reconocimiento a la excelencia periodística de parte de una importante agencia americana. El viaje despierta en él un sinfín de incertidumbres que desencadenan en una crisis existencial, la cual lo lleva a indagar en sus problemas del pasado y sus obstáculos del presente.
Hay que decir que Iñarritu está en un momento idóneo para hacer una retrospectiva de su vida y obra. Es de los pocos forasteros que tomaron lo que quisieron del sistema Hollywoodense y que ahora tienen la posibilidad de concretar cualquier proyecto en mente. El mexicano tenía de dos: quedarse estancado en su gloria o arriesgar todo para llegar más alto. La autoficción podría parecer la mejor opción para dar el siguiente paso, ya que sin las ataduras temporales que impone la autobiografía se pueden manipular pasajes y sensaciones como para ver al futuro y pasado al mismo tiempo, pero el mexicano peligra de caer en la autocomplacencia.
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La intención del capitalino es hacernos ver a través de sus propios ojos. Aspira a desnudar su alma y empatizar con el público exponiendo sus tragedias, sin embargo, es muy fácil saber cuando su revisión es completamente sincera y cuando procura andar con cuidado para dejar su imagen intacta. Le gusta glorificar sus epifanías. Algunas muy cautivadoras y otras que aterrizan en discursos dichos con mayor asertividad y elocuencia por otras personas. Sin embargo, Iñarritu se aferra y decide que todas son meritorias de su propio (a veces extendido) instante en el reflector, reiterando cosas que ya dijo antes de una mejor manera.
Por momentos, el director coquetea con la autocrítica; incorpora en voz de otros personajes diálogos sobre su arrogancia, el innecesario cripticismo en su cine y sus constantes plagios a otros cineastas. Pero su falsa severidad se rompe al cabo de unas cuantas escenas en las que, a través de un monólogo sumamente idealizado, instituye que por mucho que se pegue, tarde o temprano dejará a su alter ego bien parado y victorioso.
No pasa lo mismo con sus relaciones familiares, ya que muestra menos pudor en revelar sus secretos de alcoba, los choques con sus hijos y los encuentros con sus padres, motivándose a soltar la vanidad y encontrar sentimientos reales con fragmentos auténticos y descorazonadores.
Ante la disparidad a causa de su franqueza selectiva, Iñarritu tiene un elixir que, además, alivia la jaqueca que provoca su complejo de salvador: es un narrador visual nato, y como ha señalado en entrevistas, en Bardo es mejor no quemarse la cabeza intentando descifrar sus delirios, sino apagar el cerebro y sentir. Bajo su distintiva amplitud anamórfica y sus lentes angulados orquesta meticulosas secuencias oníricas que evocan más que las palabras, en un México que rescata las cualidades propuestas por el realismo mágico de Gabriel Garcia Marquez y que filma con la misma espectacularidad con la que ha tratado a otras grandes urbes como Japón en Babel (2006) o Nueva York en Birdman (2014).
Sin embargo, através de tales recursos, el cineasta se encapricha en crear escenas complicadas, surtirlas de metáforas y símbolos que aluden a verdades históricas o trozos de su propio trabajo, mientras nos obliga a fijarnos en su avatar, suntuosamente interpretado por un carismático Daniel Giménez Cacho. De vez en cuando, da señales de estar al tanto de su desenfreno, pero el hecho de aventurarse a continuar habla mucho más de la persona que la película misma, de la que prefiere inmolar su pulcritud antes que verse microscópicamente desdibujado en ella.
Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades no da salidas fáciles y hace honor a su título como un limbo entre la gracia y la pretensión, que abarca crestas muy altas y valles muy bajos. No es una película que se preste a juicios dicotómicos de bueno o malo, ya que en sus casi tres horas de duración comprende tantos aspectos que cualquier conclusión categórica sale sobrando, pues criticar en exceso desconoce virtudes y alabar ignora desperfectos.
Artificiosa o natural, al final del día, queda a consideración del espectador si este acto casi performático fue ideado en la mente de un verdadero e incomprendido genio: o de un Ikaro cuya soberbia lo hizo volar muy cerca del sol.
Tráiler de Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades
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