Vortex: últimas escenas de un matrimonio | Crítica

En Vortex los buenos días han terminado mucho tiempo atrás, pues la senectud y la enfermedad acrecentaron problemas acallados durante la juventud.
Una pareja de ancianos sobrelleva la rutina de un matrimonio resquebrajado por el diagnosticado Alzheimer de ella (Françoise Lebrun) y la senil indiferencia de él (Dario Argento). La pantalla dividida subraya la distante convivencia dentro del mismo apartamento, mientras el hijo (Alex Lutz) es testigo de cómo el hogar donde creció se derrumba progresivamente.
Lo único constante en la filmografía de Gaspar Noé es lo impredecible de su próxima apuesta. Durante la última década se ha distanciado de la declaración de principios que fue Irreversible (2002) y Enter the Void (2009) para balancearse entre forma y contenido. Con Vortex (2021) juega en su rango más alto de dramatismo al mostrar una perspectiva ultra pesimista y agobiante de la vida conyugal durante la vejez, con la muerte tocando a la puerta; escenario donde Saraband (Ingmar Bergman, 2003) o Amour (Michael Haneke, 2012) se mostraban más compasivas con los protagonistas, rescatando momentos de tregua previa a la inevitable separación. En Vortex los buenos días han terminado mucho tiempo atrás, pues la senectud y la enfermedad acrecentaron problemas acallados durante la juventud. De acuerdo con el realizador, el filme es una secuela espiritual de Love 3D (2015), donde Argento es la versión invernal de Karl Glusman.
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Una hemorragia cerebral en 2019 y los fallecimientos de su madre y el actor Philippe Nahon llevaron al director a desarrollar una escaleta de diez páginas, donde la mayoría de los diálogos son improvisación actoral. Aun cuando la vida en pareja es el punto central, Vortex podría considerarse la oscura reinterpretación de una “mujer bajo la influencia”. Todo inicia con Françoise Lebrun despertando en un episodio de demencia que la lleva a deambular confusa en su departamento, ahora convertido en un laberinto abarrotado de objetos (libros, posters, fotos), como si los recuerdos y la vida intelectual la sepultaran en vida. En ella, el realizador proyectó tiernas reminiscencias de su madre, quien también padeció Alzheimer.
Previo al inminente final, la protagonista tiene un periodo de fugaz lucidez para decidir el destino de su existencia, una forma empática y digna de cerrar el relato. En Irreversible (2002), montada en orden cronológico inverso, los episodios previos a la violación provocan ansiedad, debido al conocimiento del fatídico desenlace y cómo las promesas de una familia feliz serán destruidas esa misma noche. Dando lectura a dicha estructura narrativa, la vida es un suspenso prolongado alrededor de la inevitable muerte, luego entonces ¿qué sentido tiene prolongar la existencia si lo siguiente es un siniestro descenso a la pérdida de la identidad? En un giro compasivo, impulsado por la experiencia familiar, Gaspar Noé brinda un poético final que involucra a la voluntad anticipada como salvación del individuo.
Según Edgar Morin en El cine o el hombre imaginario (Paidós, 2011), ver una película es entrar a un complejo estado suspendido entre el sueño y la vigilia (irrealidad verosímil), donde el “realismo” es la apariencia más “objetiva” de la alucinación, pero al final de cuentas ensoñación. Parecido a Morin o cualquier veterano del Cahiers du Cinema, el personaje de Dario Argento es un crítico obsesionado con el cine como sueño y Vortex es un moderado thriller pesadillesco disfrazado de “realismo” contemplativo. Similar a El Padre (2020), la mezcla de géneros maximiza la angustia de ver desmoronarse a personas que podrían ser nuestros padres; desvanecimiento más doloroso que la muerte y visión anticipada del porvenir propio. De hecho, la película inicia y concluye con Lebrun abriendo y cerrando los ojos, en una posible metáfora de la vejez como la última paroniria antes de partir.
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Para Noé, la demencia es otro estado alterado de la conciencia, paralelo a los viajes psicotrópicos de sus películas previas. La hazaña es ver al autor argentino moverse fuera de las características shockeantes ligadas a su estilo (principalmente la amenaza latente de epilepsia), siendo la fotografía de Benoît Debie un elemento imprescindible en la evocación de angustia y desesperación sin una sola gota de fluido corporal o intermitentes luces neón. El mayor reto para la audiencia es la larga duración por arriba de las dos horas, sensación que (paradójicamente) se aligera mientras más oscura se vuelve la convivencia dentro del piso parisino. Dicho lo anterior, Vortex no sólo es un viaje depresivo a la vejez, sino la perspectiva personal y honesta de Gaspar Noé sobre la muerte, sin artificios melancólicos o autoindulgentes. Cine crudo en su más íntima expresión.
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