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Dolor y gloria: explorar el pasado y reconciliar el presente

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Cuando un artista crea su obra es inevitable que parte de su identidad quede plasmada en ella, al final de cuentas, la pieza es la suma de todo el contexto cultural, social y biológico contenido en el artista. Al conocerla, también conocemos al autor. 

En el caso de Pedro Almodóvar, durante cuarenta y un años de carrera, ha salpicado a los personajes que dan color a su universo –la mayoría femeninos– con tintes de su vida; sus alegrías, dolores, temores, deseos, traumas, apegos, amores, desamores…en fin. Con cada película, el director rompe sus máscaras.

No es que Dolor y gloria (2019) sea la clave final para descifrar el esquema íntegro y complejo del manchego –ni con todas sus letras es una biopic– sin embargo, echa un vistazo lo suficientemente cerca a la vida y creación del cineasta.

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Salvador Mallo, interpretado por un extraordinario Antonio Banderas, es un director de cine reconocido mundialmente a quien el paso de los años le ha empezado a cobrar con dolencias en la mayoría del cuerpo sus casi ochenta años de vida. Esto, aunado a la depresión luego de la muerte de su madre, ha derivado en una crisis existencial que lo ha mantenido apartado de su amada profesión y del mundo. 

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Mientras que los malestares físicos se mantienen a raya con una gran variedad de  píldoras de todo tipo de colores y sabores, muchas drogas y alcohol, en su mente, los remordimientos del pasado no le dan tregua. Sin poder controlarlos, las memorias de su niñez ubicadas un pequeño pueblo en La mancha se materializan en la pantalla dando paso al redescubrimiento de su pasado y posiblemente a la reconciliación de viejas heridas. 

A quien le sea familiar el cine del manchego sabrá que existen diversos elementos argumentales y visuales que hacen única e inconfundible su obra, en especial por la siempre presente figura femenina. Los colores barrocos, utilizados tanto en el espacio escénico como en la vestimenta de sus protagonistas, los diálogos dinámicos y esa capacidad de energía que sólo la juventud puede dotar, se han vuelto cada vez más sobrios. Sin perder su luminosidad vienen a demostrar la madurez de Almodóvar frente a la pantalla. 

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Podríamos comparar su último largometraje con Julieta (2016) debido a la similitud en sus desarrollos dramáticos pausados, que giran alrededor de personajes fríos, narrados desde una mirada más contemplativa. Sin embargo, a diferencia de su rival, Dolor y gloria se presenta como algo único aunque la trama llega a ser predecible.  

La producción almodovaresca no habla directamente con el espectador, es más bien un diálogo interno entre Mallo/Almodóvar, el cine y su pasado. El público sólo es testigo de la metaficción utilizada por su alter ego, Salvador, para expiar los sentimientos de dolor y culpa provocados por las pérdidas tanto amorosas como maternas. Confesiones que llegan en dos momentos determinados; la primera, a través de un paralizante monólogo protagonizado por Asier Etxeandia en el papel de Alberto Crespo, y segunda, la más importante: el enfrentamiento que el cineasta mantiene con su madre, previo a su deceso. 

Dolor y gloria habla sobre las “cuentas pendientes” aún vivas que creemos olvidadas en lo más recóndito de nuestra psique, recuerdos que se niegan a irse hasta no enfrentarnos con ellos en lugar de reprimirlos, por más dolorosos que estos sean.

Su protagonista explora las memorias de su niñez para reconciliarse con su presente; Almodóvar recurre al cine para quemar antiguas penas, y el espectador podrá verse reflejado en cualquiera de los dos casos, rompiendo también las barreras que le impiden ponerse cara a cara con su antiguo yo.

Diana Mendoza 

Editora audiovisual del Museo de Antropología y admiradora del séptimo arte.

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