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Cine en la Plaza | Olimpia, a 50 años de El grito

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Por: David Ornelas  (@DAVIDORNELASM) 

Domingo 30 de septiembre de 2018. Me dirijo a Tlatelolco, la trágicamente emblemática plaza de la masacre estudiantil por orden del Estado mexicano. Hace cuatro días se cumplieron cuatro años de la desaparición forzada de 43 estudiantes de la Normal rural de Ayotzinapa, en la que también participó el Estado. ¿Cuánta sangre más se ha derramado en nombre de un Estado autoritario que ha institucionalizado mecanismos perversos de represión de la disidencia? La demanda popular a 50 años reclama: “nunca más un 2 de octubre”. ¿Hay esperanzas de que así sea? ¿O será que este año, lleno de conmemoraciones oficialistas pero nula impartición de justicia, el sentido real de la demanda se está perdiendo entre maniobras institucionales?

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Con estas preguntas enmarañadas en la cabeza llego a la Plaza de las tres culturas. La Filmoteca de la UNAM, con la premisa de abrir las puertas de su archivo, arrancó este año Arcadia: muestra internacional de cine rescatado y restaurado, dedicado en su primera edición al 68 en México y el mundo. Para la clausura se decidió cerrar en Tlatelolco con un programa por demás atractivo: la versión restaurada de El grito (1968), primero, y Olimpia (2018), después. Dos películas y 50 años de cine de por medio.

Imposible no vibrar en Tlatelolco. Imposible no sentir frío, miedo, rabia, angustia. Imposible no llenarse la cabeza con preguntas oscuras e impedir que la impotencia te corroa. Y sin embargo, imposible también no contagiarse de alegría, esperanza, y de la confianza en ese otro mundo posible. Porque todo eso fue el 68 y todo eso está, en esencia, en El grito, esa película de espíritu colectivo que realizaron los aprendices de cineasta del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC) cuando intuyeron que la única manera coherente de participar en el movimiento era haciendo cine, el cine de y para el movimiento; esos muchachos y muchachas que decidieron tomar la escuela y usar los rollos destinados a sus prácticas escolares para registrar las protestas y que, quizá sin saberlo, estaban construyendo el legado audiovisual más contundente de aquellos meses de algarabía digna y rebelde.

La versión restaurada le devuelve al documental su justo esplendor, ese que se percibe en los detalles y nos deja saber, por ejemplo, de qué tamaño eran las sonrisas de los estudiantes, qué ingeniosas, coherentes y libres eran sus expresiones plásticas en volantes y mantas o con qué determinación cantaban en las calles y se expresaban en asambleas.

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El cine nos invita a mirar distinto. Después de El grito, los asistentes repasamos con la mirada las torres de edificios, la parroquia de Santiago Apóstol y la antigua sede de la Secretaría de Relaciones Exteriores. ¿Cuál era el piso exacto en el que estaban los oradores el 2 de octubre? ¿Qué tan bajo volaba el helicóptero de las bengalas? ¿De dónde vino y a quién le dio el primer disparo? ¿Cuántos muertos? ¿Quiénes eran? ¿Por qué? Muchas versiones y anécdotas se escuchan entre los asistentes que estiramos un poco las piernas, preparándonos para la siguiente proyección: el estreno de Olimpia, producida por la UNAM y dirigida por José Manuel Cravioto.

El atractivo principal del programa de esta noche en Tlatelolco es ver, en una plaza tan simbólica, la primera y la última película que estudiantes del CUEC, a 50 años de distancia, hicieron sobre el 68. La selección cobra especial sentido porque Cravioto construye en Olimpia un relato ficcional alrededor de las imágenes históricas de El grito. Un ejercicio sin duda interesante, incluso necesario, si pensamos que son los relatos de ficción los que exploran de manera más natural la  historia emocional y psicológica de una época. Una programación redonda que propone conjuntar en dos cintas la contundencia del testimonio documental con la imaginación de la ficción en torno al 68 mexicano.

Olimpia entrelaza las historias de al menos cuatro personajes que coinciden en la asamblea de una brigada en la facultada de Filosofía y Letras en los días previos y durante la ocupación militar a Ciudad Universitaria. Entre ellos vemos a un integrante del equipo de filmación de El grito, a un fotógrafo del Politécnico, inspirado en parte en la vida del padre de Cravioto, y a una joven poeta, proveniente de otra escuela, quien sobrevive a la ocupación escondida en un baño; una referencia directa a la historia de Alcira Soust.

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Es evidente que Cravioto, más que dar explicaciones o aportar datos que permitan esclarecer los hechos, intenta en Olimpia imaginar los temores y las aspiraciones de aquellos y aquellas que hace 50 años soñaron un cambio y se aferraron a la idea de conseguirlo. A través de sus personajes pretende explorar los ejercicios democráticos; la camaradería de las pequeñas asambleas por brigadas, previas a los actos masivos, así como ingresar al ámbito familiar, al de los padres que desean persuadir a los hijos para que abandonen el movimiento y al de una madre que busca a su hija desaparecida. Y, principalmente, persigue las motivaciones, la valentía y la convicción que prevalecía en los actos individuales y colectivos de los estudiantes, no sin detenerse en algunas contradicciones comprensibles.

Desafortunadamente, Olimpia no concreta de la mejor manera sus intentos y cometidos. Quizá por intentar explorar muchos temas a través de varios personajes, termina por no delinear a ninguno ellos y se queda sin profundizar lo suficiente en nada. El resultado es un drama inconsistente, a medio camino entre un conflicto personal, familiar, político o amoroso, que difícilmente resultaría entrañable si no se tratara de un relato anclado a la realidad una época tan dolorosa y emotiva.

Olimpia denuncia sin cortapisas la participación del ejército mexicano en los actos de violencia desmedida contra los estudiantes, lo que se aplaude, sin duda. Sin embargo, acaso por la selección de sus personajes y el estrato social al que pertenecen, o quizá por la ya mencionada deficiencia en su construcción, que los deja desprovistos de rasgos particulares y voces propias, la cinta tiene un extraño tufillo de banalización de la protesta social, convirtiéndola en algo más cool que político. Lo interesante de es que confirma la regla: los relatos que recrean un tiempo pasado, terminan por hablarnos más de la época en que se realizan que de la que pretenden explorar. La urgencia de agotar el 68 mexicano en una sola película, pretendiendo que cumpla la expectativa de la conmemoración, terminó por convertir a Olimpia en un filme intrascendente.

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Al final de la proyección se hace evidente la asistencia de un gran número de integrantes del equipo de producción de la película, un equipo especialmente numeroso en este caso, pues al menos cien estudiantes de la Facultad de Artes y Diseño (FAD) participaron en la animación de la película, mediante la técnica de rotoscopía. Están por ahí algunos encargados de la música también. Seguramente el director y todo su equipo cercano. El ambiente es de júbilo, lleno de abrazos, felicitaciones. El aplauso durante los créditos se larga, hay goyas. Ninguna consigna de tintes políticos. Lucen completamente satisfechos con el resultado. Es comprensible. Otros, a los que no nos convenció del todo el tratamiento digital de las imágenes y el uso de las secuencias de archivo, quizá nos limitamos a aplaudir el buen tino de hacer de Olimpia una cinta en la que participaron un importante número de jóvenes estudiantes, deseosos de hacer suya la conmemoración de los 50 años.

Después, poco a poco, vamos desocupando la plaza. Nos vemos en la marcha del martes, dicen algunos. Nos vemos mañana, en la escuela, comentan otros. Camino al metro recuerdo las preguntas con las que llegué. Ensayo algunas respuestas que sin querer se convierten en nuevas preguntas. El año de 1968 en México se recordará siempre como el año en que los estudiantes, organizados, valientes, decididos, con la razón y la dignidad por delante, soñaron con establecer un diálogo con el gobierno mexicano para resolver un puñado de demandas, todas ellas justas y razonables. Se recordarán aquellos intensos meses como una bulliciosa fiesta libertaria. Pero será recordado también como el año en que el Estado mexicano demostró más ferozmente, en un par de meses y luego en una sola noche, en usa sola plaza, su nula disposición para ceder ante el reclamo popular que contraviene su estatus y sus privilegios de clase, los que defenderá, quedó muy claro y sigue siendo así, cueste la sangre que cueste.

Es eso lo que no debe olvidarse del 2 de octubre y del movimiento estudiantil y popular de 1968. Para eso sirve el cine y sus posibilidades de establecer diálogos con el pasado. Por eso son importantes los esfuerzos como el de Arcadia y de otras personas e instituciones que resguardan nuestra memoria fílmica. Desde esta perspectiva debemos ver el cine y las producciones audiovisuales que se realizaron este año de conmemoraciones, a las que debemos preguntarles por el pasado, pero en las que debemos saber mirar y escuchar lo que nos dicen sobre el presente.

David Ornelas Trabaja en el departamento de difusión de la Cineteca Nacional y ha escrito sobre cine en algunas publicaciones digitales.

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