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La bruja: el comienzo prometedor de Robert Eggers

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Ya se lo chupó la bruja.

-Dicho popular

Robert Eggers sintetiza dos personalidades, la del escritor y la del cineasta. La primera es deslumbrante mientras que la segunda paga el derecho de piso de quien debuta en cine. La ópera prima del estadounidense es un desequilibrio entre lo genial del guion y lo fútil en la dirección, La bruja (The Witch, 2015) es un comienzo prometedor, una buena película que pudo ser una obra maestra.

A principios del siglo XVII una familia es expulsada del pueblo, el patriarca del grupo decide vivir en las afueras de un bosque cuya apariencia oculta seres ignotos que detonan el desmembramiento del clan. El primer acierto de este largometraje consiste en elegir un inglés primigenio para desarrollar el relato. La enunciación sumerge al espectador en el mundo puritano de Nueva Inglaterra. El lenguaje alcanza el clímax en lo sacro, las divinidades y sus opuestos se hacen por medio del diálogo en una convención de lo sugerido.

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Los actores además se desplazan cómodamente, entonan cada línea con intención y no caen en el artífice, el reparto brilla al demostrar una amplia gama de emociones principalmente en el caso de Anya Taylor-Joy actriz protagónica y prometedora con gran amplitud. Harvey Scrimshaw otorga una secuencia memorable, digna de cualquier clásico en la historia del cine que lamentablemente se opaca con un diseño de sonido estruendoso. Los histriones son un gran descubrimiento por parte del director quien no teme explotarles, sacando de ellos un gran interpretación coral, que mantiene el tono siempre dentro del velo provocado por el fanatismo religioso.

La fotografía se destaca por re-crear la dinámica del cuento, privilegia el paisaje siempre con imágenes desaturadas  que se componen gracias a la enorme cantidad de elementos en pantalla. La profundidad de campo es el recurso primordial para narrar el aislamiento de la familia y al mismo tiempo delimita el espacio. La presencia del color dentro de la historia presagia maldad, dicho acuerdo se mantiene hasta el inevitable final cuya escala de color rompe con la propuesta del realizador.

El diseño sonoro es un problema. El afán de repetir el cliché del sonido grave en ascenso que culmina con un grito se repite hasta el hartazgo, el volumen se dispara constantemente y lastima, los lamentos se prolongan, de ello resulta sólo ruido sin propuesta, quejidos que se diluyen lastimosamente sin ningún fin.

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Finalmente, la dirección se ve afectada por la inexperiencia de Eggert, quien adolece de aquello que Tarkovsky tanto buscó: el ritmo. La preparación de cada escena se extiende más allá de lo debido, sus resoluciones son bruscas, esto se nota en la distribución de los actos: el tercero se precipita hacia los créditos, el ritmo lento que se plantea desde el comienzo es olvidado con el anhelo de concluir una historia que de lo contrario se extendería. Dicha descompensación provoca un avance aletargado y soluciones atropelladas. No hay espacio para incitar la imaginación del espectador, el cineasta busca resolver cada enigma al instante y desaprovecha una historia de gran potencial hitchcockiano.

Se agradece el terror como McGuffin, la bruja es un pretexto para explorar diferentes temas en torno a la familia, lo desconocido funge como catalizador de la desintegración, el despertar sexual, el fanatismo y la transición de la niñez a la adolescencia. Hacia tiempo el cine no contaba con una película compleja en dicho género.

La bruja es el clásico «ya merito». El guion brilla por la atención al detalle, ninguna escena sobra, los diálogos tienen una razón genial de ser pero la dirección diluye las intenciones de un texto potentísimo. Aquí se cumplió la máxima de Kurosawa: «Con un buen guion, un buen director puede llegar a producir una obra maestra; con el mismo guion, un director mediocre puede hacer una película encomiable.»

Gerardo Herrera

Guionista, cofundador y editor de Zoom F7

 

 

 

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