Minari: la identidad en tierras extranjeras


Alrededor de un millón de coreanos emigraron a diferentes territorios en las décadas posteriores a la guerra de Corea. Incluso, el gobierno surcoreano comenzó a apoyar las emigraciones laborales poco antes de que en Estados Unidos se abolieran cupos nacionales, esto permitió en los años 70 alrededor de 30 000 coreanos llegaran al país de las franjas y las estrellas. Más importante que las cifras estadísticas o los efectos a largo plazo para las economías de cada país, esto significó un cambio radical en el estilo de vida de miles personas, cada una con importantes vivencias dignas de ser contadas no sólo en las historias de travesías, pues el cómo se lograron instalar (o cómo lo intentaron) resultan aportaciones culturales siempre bienvenidas.
Minari, el tercer largometraje de Lee Isaac Chung es su obra más personal hasta la fecha, inspirada principalmente por los recuerdos de su niñez. La primera impresión que puede dar la película es que será una oda al sueño americano, con sus tonos miel y un jefe de familia decidido a cultivar vegetales coreanos en tierras americanas, pero en su ejecución se aleja de los desgastados tropos melodramáticos y en su particular calidez reconoce a aquellos que se ven en la necesidad construir nuevas identidades.
Chung nos invita a comprender a los integrantes de esta familia desde la perspectiva de David, el hijo menor que en su mayoría funciona como el nodo central de las relaciones, por lo que resulta difícil condenar las acciones y posturas de sus personajes —refiriéndonos concretamente a la de sus padres—. Entendemos la insistencia de Jacob, el padre, en su búsqueda por el sueño americano, a la vez que comprendemos la frustración de Monica, la madre, ante la preocupación del bienestar de su familia en un entorno poco prometedor.
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En contraste, la abuela Soon-ja se presenta como el personaje más optimista en escena. Su visión resulta una antítesis a la de Jacob, pues mientras el hombre busca conseguir el éxito en Norteamérica desde su ingenio coreano, la anciana no pretende más que cultivar sus semillas de minari, respetando las condiciones que estas requieren. Ambos personajes figuran como los mentores de David, pero resulta particularmente interesante el desarrollo de la relación abuela-nieto que parte de lo desconcertante hasta llegar a lo conmovedor, pasando por episodios desgarradores. Pues el carácter de la anciana coreana es chocante para un pequeño que ha crecido con los modelos culturales americanos.
En distintas situaciones, algunas más sutiles que otras, nos muestran que la familia coreana no puede mimetizarse en la comunidad en la que viven, pues constantemente reciben recordatorios sobre sus diferencias raciales y culturales. Este último punto en particular se vuelve confuso para el pequeño David al haber nacido en Estados Unidos, pues ni puede identificarse en un principio con su abuela, ni los otros niños pueden identificarlo como uno de ellos. Hay una secuencia especialmente brillante, dentro de un breve intercambio de miradas, David parece comprender al sujeto marginado de la comunidad, mismo que es el único amigo de la familia.
En buena medida, el filme se siente como un recopilado de momentos claves en la vida de esta familia, aderezados con las serenas notas de Emile Mosseri, aunque en general, las subtramas se desmenuzan a partir de las inquietudes y anhelos de aquellos que esperan prosperar en una tierra a la que no pertenecen. No es condescendiente con el relato del amercan dream, pero tampoco es un melodrama pesimista. Es, desde un lente fraternal, la revisión madura y matizada sobre una familia surcoreana encontrando una nueva identidad en tierras extranjeras.
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