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El hilo fantasma: el amor como un equilibrio entre dos fuerzas

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En una entrevista realizada al director Paul Thomas Anderson salió a colación el título de dos largometrajes que pudieran relacionarse de manera muy superficial con El hilo fantasma (2017): Rebecca (1940) y Glaslight (1944) dirigidas por Alfred Hitchcock y George Cukor, respectivamente. El director californiano toma como punto de partida pequeñas referencias de ambas historias de amor –aunque considero que la película tiene símiles más acertados con Rebecca– desarrolladas en atmósferas lúgubres protagonizadas por personajes misteriosos y atados al pasado.

Como ya es costumbre en el cineasta, cada referencia contenida en sus obras no es gratuita ni se crea con la intención de presumir su cinefília –escenas de planos secuencias que recuerdan al cine de Martin Scorsese o las similitudes dramáticas que tienen Boogie Nights y Magnolia con las historias de Robert Altman–; estos elementos los integra a su visión con el propósito de resignificarlos y otorgarles un nuevo aire para darle forma a su discurso.

En el desarrollo de El hilo fantasma, Anderson, en suma al espléndido trabajo histriónico de Daniel Day-Lewis, muestra pinceladas de los personajes creados por Hitchcock en el diseñador de modas Reynolds Woodcock, basado principalmente en la vida de Cristóbal Balenciaga; obsesivo como James Stewart, controlador al igual que Laurence Olivier, calculador, y al mismo tiempo sumiso con la figura materna representado en el personaje de Antony Perkins.

El director de The master: todo hombre necesita un guía (2012) utiliza aquellos elementos sombríos tan característicos del “amor gótico”, como le gusta denominarlo, los pule y transforma en una visión cálida, romántica, delicada y amorosa de un hombre con su mundo; trabajo, pareja, familia y recuerdos. Por supuesto, sin echar a un lado la sensualidad que desata los misterios del suspenso dentro de un thriller en una constante danza entre ambas miradas.

Aquel juego de tonalidades se refleja en la secuencia inicial de la cinta, en la que Alma mantiene un diálogo tétrico que se conducirá hasta el final con el doctor Robert Hardy mientras son iluminados por la luz que irradia la chimenea. La conversación rompe con la atmósfera lúgubre, creada gracias a la portentosa banda sonora de su colaborador habitual Johnny Greenwood, cuando las notas del piano se vuelven suaves y delicadas al igual que los planos que le siguen a aquella conversación, dando paso al mundo de costuras que le dan sentido a la vida de Reynolds.

Si la obsesión funge como motor para las motivaciones de los personajes creados por los cineasta de Hollywood entre los años cuarenta y cincuenta, la del modisto Woodcock reside en el amor profesado hacia su madre, quien le enseño desde la ternura y el cariño el arte de su oficio. La comparación de tal actitud no se encontraría en el joven maniaco Norman Bates, sino en el dinámico Dirk Diggler (Mark Wahlberg) o en el violento Freddie Quell (Joaquin Phoenix), personajes que idolatran la imagen paterna y la ocupan como modelo a seguir. Pero incluso dentro de esa comparativa, a pesar de ser creados por el mismo cineasta, El hilo fantasma se aparta de ese esquema.

La figura materna, por primera vez tratada en toda la obra del director, se menciona como el recuerdo del pasado, un amor que no conoce obsesiones ni dependencias. Resulta curioso la delicadeza con la que Anderson aborda el tema en comparación a lo hecho con las relaciones paterno-filiales conflictivas vistas en sus anteriores proyectos; en esta ocasión, el vínculo fantasmagórico es conciliador y reconfortante, aunque distante. El cineasta nos reconcilia con los fantasmas y nos demuestra que no hay que temerles ni ahuyentarlos.

A lo largo de su filmografía, Thomas Anderson ha explorado, aunque en ocasiones de manera menos directa, la fuerza no sólo física, sino también creativa que obtienen sus protagonistas justo en el momento en que experimentan el amor (Barry Egan, por ejemplo), al contrario de los personajes moldeados por Hitchcock, en quienes este sentimiento es una carga que termina destruyendo a su portador, tal y como lo hizo Judy con Scottie en Vertigo (1958).

El cineasta ve al amor sin sentimiento de culpa, un equilibrio entre dos fuerzas que se tratan de manera horizontal; si bien Alma llega a la Casa Woodcock indefensa y sumisa (una versión contemporánea de Eliza Doolittle) conforme su estancia de prolonga, su seguridad la convierte en una mujer controladora con el hombre que admira hasta la muerte. Se convierten ambos en la fuerza de contrapeso que necesitan dentro de sus vidas.

La mirada que el cineasta nacido al este del Valle de San Fernando tiene sobre el amor no descarta la visión de los directores que influyeron en su obra aquella visión oscura y pesimista; la obsesión también es parte del acuerdo pasional entre dos personas, ¿Qué sería del amor sin un poco de locura? Ambos conceptos están relacionados en la medida de lo permisible y pueden coexistir, si alguna de las dos desaparece, la muerte comienza su marcha, aniquilando el encuentro de dos almas unidas espiritual y carnalmente.

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