Jojo Rabbit: nazismo para principiantes

Irving Javier Martínez (@IrvingJavierMtz)
Jojo Betzler (Roman Griffin Davis) forma parte de las Juventudes Hitlerianas y es tanta su admiración por Hitler que crea un amigo imaginario parecido al führer. Un día descubre escondida entre los muros de su casa a Elsa (Thomasin McKenzie), una adolescente de origen judío protegida por la madre de Jojo (Scarlett Johansson). El fanatismo ideológico del chico lo lleva a sentir rechazo por la joven, sentimiento antisemita que se irá transformando en amistad.
Versiones alternativas de Hitler hemos tenido por montones: desde la “amanerada” de Los Productores de 1967 (cuando la homofobia no estaba del todo mal) hasta el führer retornado en el siglo XXI de HA vuelto (David Wnendt, 2015). No obstante, nunca se había profundizado sobre él en términos que no fueran la sátira o el estricto biopic (La caída, 2004). La adaptación al cine de la novela de Christine Leunens lo presenta como una “idea” tóxica, germen implantado en las juventudes hambrientas de modas.
La aparición de Hitler –interpretado por el propio Taika Waititi– fue una aportación del director y no de la novela de Leunens. La idea es bastante atractiva, pero el recurso se vuelve inestable una vez que el personaje pierde relevancia en la trama. Si este “amigo imaginario” es tan maligno, ¿por qué no fue perverso desde un inicio? Incluso, da enseñanzas positivas al chico y se siente intimidado por la joven judía.
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Por ejemplo, en Ratatouille (Brad Bird, 2007) el chef Gusteau en la mente de Remy se va adaptando a la personalidad del “chefcito”, sin contradicciones. El Hitler de Jojo Rabbit arranca igual y se descompone a mitad de la historia. Para no llegar al extremo de hacer a un retorcido Hitler simpático, Waititi hace cambios drásticos a la personalidad del führer para, ahora sí, exponer todo el antisemitismo ausente durante el comienzo del filme. El realizador promete transgredir los límites de la comedia, pero después se arrepiente y da un paso hacia la ñoñez. Eso se repite en varios aspectos de la película.
El filme se mueve entre la sensiblería y la comedia negra. Inicia en la línea de Lo que hacemos en las sombras (2014), con un exagerado campamento entre perdedores; no obstante, cuando la madre aparece todo el cinismo se evapora (anticipando el uso de pañuelos) –pasando de ser El Tambor de Hojalata (Volker Schlöndorff, 1979) a otra versión (aún más tontorrona) de La ladrona de libros–. Aunque el Hitler-Waititi es políticamente correcto (con el castigo correspondiente), el resto de nazis son personas súper “buena onda”, haciendo de aquello una involuntaria apología de la era nazi. Si un subversivo como Tarantino encontró el punto exacto de humor contra el Tercer Reich, cómo puede ser Waititi (académico y formal en su estilo) tan tibio para retratar el fanatismo ideológico. Todo se reduce a las ganas de Fox Searchlight por simpatizar con el mainstream.
Tanto dulzor le pasa factura al momento más trágico de la película (sí, ese de “los zapatos colgantes”). Como la muerte de Stu en Lo que hacemos en las sombras (2014), el peque pasa página a la pérdida con la inteligencia emocional de un pepino. Por lo tanto, la manipuladora fórmula sacalágrimas de Roberto Benigni era innecesaria; la simple “desaparición” de ese personaje hubiera sido suficiente, sin la necesidad de introducir el elemento dramático intrusivo.
En Jojo Rabbit no hay un arco argumental que permita sacar provecho de ese evento (más allá de exhibir la miseria bélica). Un caso de buena tragicomedia es La tienda en la calle mayor (Ján Kadár y Elmar Klos, 1965), donde un holgazán intenta ocultar a una anciana judía para no ser llevada a un campo de concentración. Al final sucede lo peor, pero de una forma tan creativa que la comedia antes vista y el desenlace pesimista no chocan entre sí. En el trabajo de Waititi ocurre todo lo contrario: la mezcla heterogénea entre risas y lágrimas crea el fácil desconcierto emocional de Disney… el de los viejos títulos, donde siempre se desquitan contra la madre (tipo Bambi, Dumbo o El zorro y el sabueso).
Sin embargo, a pesar de lo antes mencionado, la película no es ofensiva ni deleznable –como sí lo era Green Book (Peter Farrelly, 2018) el año pasado, con esa hipócrita y repugnante trama del “salvador blanco”–. Jojo Rabbit sólo tiene una ligereza melodramática que no corresponde a lo complejo del tema (se pudo jugar más y mejor). Quizás, el filme hubiera ganado profundidad con más exploración de los estrambóticos personajes secundarios (salidos de un filme de Fassbinder): la psicópata señorita Rahm (Rebel Wilson), el capitán Klenzendorf (Sam Rockwell) enamorado de su asistente (Alfie Allen) o el pequeño amigo open mind parecido al Nick Frost de Edgar Wright (Archie Yates).
Visualmente, tiene una colorida atmósfera espectacular, resultado del ecléctico montaje plagado de raccords y el pasteloso diseño de producción y vestuario. En resumen, como la crítica ya lo ha señalado, es una Moonrise Kingdom (Wes Anderson, 2012) sin tomas simétricas. La película no es para echar fuegos artificiales (no rompe nada y a veces se pasa de tonta, muy por debajo de la “comedia de lo mundano”), pero sí es bastante entretenida. Una llamarada de irreverencia sofocada por el tono frívolo e infantil de Waititi.
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