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Los muertos no mueren: un película que no es de zombies ni de terror

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La exploración de lo cotidiano a partir de la experimentación de diversos géneros cinematográficos y personajes es quizá la convención que más define el cine de Jarmusch. ¿De dónde consigue un vampiro moderno la sangre para subsistir?, ¿en qué ocupan su tiempo tres tipos desconocidos entre sí, quienes están obligados a convivir en la misma celda? Y así podríamos extendernos en la lista de preguntas que el cineasta estadounidense aborda en sus películas desde aquella primera entrega, Vacaciones Permanentes (1980).

Después de recurrir por primera vez a criaturas mitológicas en Sólo los amantes sobreviven (2013), Jarmusch continúa con personajes de tal naturaleza (en este caso zombies) en Los muertos no mueren (2019), película que tuvo altas expectativas (en gran parte) por la popularidad de dichos seres en el mundo del entretenimiento. Sin embargo, éstas no se cumplieron debido a que Jim los traslada a los habituales ambientes cotidianos que construye, en los que aparentemente “no pasa nada”.

Es así que al trabajar algo diferente, como un subgénero del terror, no ofrece algo poco visto en su cine, no sólo por el ritmo familiar que le imprime, sino por cómo lo nutre de referencias al mundo que desde los años 80 ha creado, especialmente a dos de sus primeros largometrajes: Extraños en el paraíso y Bajo el peso de la Ley.  

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Vemos desde la aparición de Eszter Balint, a quien percibimos inmediatamente como la Eva que recibía a su primo y a su amigo en aquel desangelado negocio de comida rápida en Cleveland, hasta un grupo de jóvenes en modo roadtrip (liderado por el personaje interpretado por Selena Gomez) quienes se instalan en un hotel de paso y que posiblemente vienen del mismo Cleveland.  

Además de la nostalgia que despiertan tales guiños (y muchos más) ante la filmografía que abarca ya casi cuatro décadas, la pregunta es ¿en conjunto todo eso funciona? Antes quiero compartir la apreciación de un amigo, quien me comentó que Los muertos no mueren podría ser como la Los ocho más odiados (2016) de Quentin Tarantino. Y no podría estar más de acuerdo: Jim Jarmusch se vale de las licencias autorales que ha acumulado para mezclar su gusto -ni siquiera por el cine de zombies, sino por los zombies de George A. Romero- con lo que más aprecia de sus creaciones. Respecto a la recepción, se empieza ver que será similar a las de la octava película de Tarantino: a muchas personas les va a gustar y a otras simplemente les parecerá una película lenta, de cero terror y para nada considerada como una de las más destacadas del cine de zombies.

Al seguir con la pregunta, es necesario detenernos en el mundo y las reglas que se plantean. En los primeros minutos el personaje interpretado por Adam Driver, el Oficial Ronald ‘Ronnie’ Peterson, menciona: “esto va a terminar mal”, lo cual también se lee como un esto no va nada en serio. ¿Por qué necesitamos tomarlo así? Por la simple obviedad del diálogo, lo cual al principio se vería como un recurso mal usado, pero conforme avanzan los minutos lo percibimos como la señal de que esta película, mezcla de terror, thriller, comedia, parodia, y la que algunos críticos han llamado una de las más inclasificables de Jarmusch, va a tomar algunos de los rasgos más básicos de Romero: la explicitud, lo repentino en la aparición de nuevos elementos, la toma de decisiones absurdas para hacer avanzar la persecusión y los enfrentamientos entre vivos y muertos (quizá más vivos que los vivos). A estos elementos le debemos sumar una dirección alejada de lo frenético.

Otra de las características que destacan, y la cual ha sido la más fuerte al vender la película, es el elenco. Tenemos a Adam Driver, Bill Murray, Iggy Pop y Tilda Swinton, por mencionar a algunos de los más icónicos, ante quienes definitivamente se despierta cierta emoción, no sólo por tenerlos juntos, sino porque nos remite a las mejores cualidades que Jim Jarmusch les ha dado en sus entregas, sin embargo, sólo los mantiene ahí. Tenemos la tranquilidad del Adam Driver de Paterson (2016), el humor de Bill Murray en Flores rotas (2005), al cafeinómano de Iggy Pop en Café y cigarrillos (2003) y la fantasía de Tilda Swinton en Sólo los amantes sobreviven. El asunto es que eso es lo más destacado de tales personajes, no el cómo los utiliza para reforzar el discurso narrativo y la tensión (a excepción de unos casos que más adelante mencionaré). Los deja en una línea con pocas curvas hasta el final, cuando se ve obligado a recurrir nuevamente a la explicitud que funcionaba en un tono desenfadado, más apegado a la comedia y a la parodia, y no en la sobriedad de un discurso en contra del consumo y del capitalismo. 

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Esto deriva en un choque entre la forma de la mayoría de la película con el fondo que hacia el final Jarmusch quiere imprimir: una trama que incita a una reflexión sobre el fin del mundo provocado por el propio ser humano y su consumo material. Un tema serio que se inserta en la película menos seria de Jarmush, y el cual al quedarse en el terror hubiera resultado un tratamiento más punzante e interesante. Porque sí, hay un par de momentos en los que el terror es impecable y sin duda nos deja con ganas de mucho más. ¿Será que en un mundo en el que diario se siente el fin del mundo, no está de más relajarse un poco con Jarmusch y su grupo de amigos, quienes se mofan de lo absurdo que podría resultar un apocalipsis zombie?

Me regreso a los personajes; hay un par que resalta por cómo demuestran los dos logros de la película y que están relacionados con el miedo: el de Adam Driver y el ermitaño Bon (Tom Waits). El primero representa el dilema ante las decisiones que tomaríamos con nuestros seres cercanos, o con quienes llegamos a apreciar en algún momento, en un ambiente de supervivencia; ¿salvar a esa persona o salvarnos nosotros? Y el segundo refleja cómo uno de los más profundos miedos contemporáneos tiene que ver con la ausencia de lo material, la tradicional crítica al consumismo en el cine de zombies que en este caso se ve a partir de un personaje que representa la austeridad y quien además poco le teme a la convivencia con los muertos vivientes. ¿Qué es lo que nos da vida? Es una pregunta tratada a partir de él y con recursos más sútiles que los que caracterizan al resto de la película. 

Lo anterior refleja nuevamente el contexto decadente que impulsó a Jarmusch a realizar esta producción. Un mundo dependiente y denigrado por las corporaciones, más que por la sociedad o los políticos. Para elloretomo una frase que el director mencionó en entrevista para varios medios en el pasado Festival de Cannes: “el mundo está regido por las empresas, que usan nuestra avaricia para enriquecerse. Nuestra función es, sencillamente, consumir”. 

Esto es la película de Jarmusch, alejada de sus mejores entregas pero un festín que cuenta con un gran diseño de producción y fotografía, muy especial para el público asiduo a su cine. No es nuevo que ante la experimentación y los cambios (en las formas) que Jarmusch suele realizar, sus películas sean recibidas de forma negativa; basta recordar la recepción que tuvo Una noche en la tierra (1991) en la crítica de entonces: el hecho de sacar por primera vez sus historias de Estados Unidos fue algo que despertó comentarios con respecto al supuesto sesgo desde el que estaba explorando ciudades como París o Roma. Con el tiempo ha sido valorada, y al menos yo la considero una de sus mejores películas (hoy dudo que esto pase con Los muertos no mueren; ya el tiempo dirá).

Coincido con la crítica de Robert Eggers, quien menciona que esta película es como ver a un chef de clase mundial hacer un sandwich de queso a la parrilla, lo cual puede ser interesante, porque nunca está de más ver cómo alguien de tal altura corta algo tan básico como un jitomate. Y bueno, en estos tiempos cuando se suele comparar al cine con comida, podríamos decir que no esperábamos algo tan básico como un sandwich, pero al final es uno que sabe muy bien.

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