Sonríe: inquietante “slow burn horror” sobre traumas | Crítica

Tras presenciar el suicidio de una paciente acosada por visiones siniestras, la doctora Rose (Sosie Bacon) comienza a desarrollar la misma psicosis, delirio estimulado por el trauma infantil de su madre enferma. Víctima del pánico, la protagonista será rechazada por todos a su alrededor, siendo su única ayuda Joel (Kyle Gallner), un amigo del trabajo enamorado de ella. Sonríe (Smile) es una continuación directa del cortometraje Laura Hasn’t Slept (2020) —prácticamente borrado de Internet para su posible comercialización— protagonizado por “Laura Weaver”, el mismo personaje interpretado por Caitlin Stasey.
A diferencia de una posesión, los “huéspedes” son relecturas siniestras del miedo al “contagio”. Ya sea una idea malsana o un espectro aterrador, el “germen” transferido de persona a persona se alimenta de la perturbación del protagonista para llevarlo a un descenso psicológico hasta la angustia agónica. En contraste con el cine sobre “maldiciones”, el huésped está condenado, sin salvación posible, y cualquier intento por escapar solo retrasa un poco el trágico final, parecido a una enfermedad terminal. Quizás la película más representativa de este subgénero es It Follows (2014) y Sonríe, ópera prima de Parker Finn, se suma a dicha tradición, con un tono más cercano al thriller psicológico que al horror gráfico.
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No obstante, Sonríe es más que un producto de nicho, pues el ente sobrenatural podría ser omitido y (aun así) los horrores resultantes de padecer estrés postraumático bastarían para causar estrés en el espectador. En estricto sentido dramático, el primer trazo argumental se construye a partir del sufrimiento de Rose, convirtiendo a los jumpscares y demás recursos del género en un mero aditamento estilístico. Si bien la primera intención del director fue crear una obra “visceralmente” aterradora, la película tiene un sentido del horror más reflexivo y reposado, en un estilo muy asiático. De hecho, la película homenajea demasiado a Cure (1997) de Kiyoshi Kurosawa, donde la sugestión lleva a personas aleatorias a cometer crímenes shockeantes.
En la película hay un discurso notable sobre la desmesurada exposición a imágenes perturbadoras y cómo hemos perdido la capacidad de horrorizarnos con la violencia gráfica; en pocas palabras, mutamos a una sociedad incompasiva por el dolor ajeno. Las víctimas de Sonríe sufren un golpe de consciencia y experimentan el trauma sin el filtro de la indiferencia. En el filme, una viuda menciona que, después de tantos años de matrimonio, lo único memorable de su esposo es el rostro desfigurado del cadáver. Aunque la producción ahonda lo necesario en el tema, para mantener la ambigüedad del ente maligno, las ideas sobre el “desconcierto” provocado por una experiencia traumática hacen más verosímil el arco dramático de Rose, excepcionalmente interpretada por Sosie Bacon.
Sin recurrir al cliché de Solo vine a hablar por teléfono, el descenso a la locura y consecuente aislamiento de Rose no es provocado únicamente por la incredulidad de su círculo social, como sucede en El hombre invisible (2020) y tramas similares, sino también por el desagrado colectivo que un trastorno mental provoca. En el pasado familiar de Rose existe cierta culpa por la falta de empatía hacia su fallecida madre, quien también padeció una enfermedad incapacitante. El motif de la sonrisa estática adquiere un carácter crítico por servir de metáfora sobrenatural a la hostil exigencia de alegría instagrameable, como la hermana de Rose (Gillian Zinser), quien simplemente se aleja al ver que Rose no se integra al simulacro de familia feliz.
El paralelismo con casos reales hace de Sonríe una película incómoda. Cuando el monstruo (trauma) toma completo control del huésped, alimentado por los llamados de auxilio no escuchados, la “maldición” se cumple en forma de animia, depresión sonriente y falta de voluntad para someter a la bestia, en oposición a las heroínas triunfantes de The Babadook (2014) o Maligno (2021), las cuales aprenden a sobrellevar el dolor, motivadas por el amor de sus familias.
Desde los cortometrajes previos, Parker Finn ha demostrado que su propuesta al género se basa en un slow burn horror simple y académico, con nostalgia por los efectos prácticos y movimientos de cámara estratégicos. En el filme no hay tantos momentos de terror formal y los pocos cumplen una función preciosista que causan sorpresa por el ingenioso montaje, ya que el horror está al servicio del drama. A diferencia de otros cineastas con fallidos saltos del prometedor cortometraje al largometraje superficial, como David F. Sandberg con Lights Out (2013), en Sonríe existe una exitosa expansión de su universo que pretende escapar de convenciones efectivas. No lo logra, sin embargo, nos queda un magnífico filme sobre los horrores de traumas mal superados y un pesimista último acto que deja “frío” a cualquiera.
Tráiler Sonríe
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