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Nuestras madres: la oscura memoria guatemalteca | Crítica

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Irving Javier Martínez (@IrvingJavierMtz) 

Ernesto (Armando Espitia) es antropólogo forense y trabaja en la identificación de restos humanos en fosas clandestinas de la Guerra Civil guatemalteca. Un día llega a la fundación Nicolasa (Aurelia Caal), quien busca ayuda para desenterrar el cadáver de su esposo, ejecutado en los años 80 por los militares. Entre las fotos de los guerrilleros asesinados, Ernesto reconoce a su padre desaparecido. Pese a las insistencias del jefe y su madre (Emma Dib) de tomarlo con calma, el chico se aventura a la comarca de Nicolasa para comenzar el peritaje de exhumación. 

Como sucede con las películas de Jayro Bustamante, Nuestras Madres proyecta la oscura memoria guatemalteca desde un filtro universal. La autoficción de César Díaz aborda las heridas ocasionadas por la ausencia paterna, un fantasma compartido por toda América Latina y que nos une en hermandad. En un escenario homérico, las mujeres viven en perpetua búsqueda de los hombres desaparecidos; idea reforzada por el cartel, con madre e hijo mirando el horizonte. La vida del protagonista (militante político y alter ego del realizador) gira en torno al recuerdo de un impostado patriarca, hombre imaginario construido a partir de los ideales reaccionarios del joven forense. Mientras más cerca se encuentra de localizar el cuerpo del padre, mayor es la proyección en sí mismo del inexistente héroe venerado.

En segundo plano vemos a una madre (aparentemente) insensible a la recuperación del cadáver, pero ejerciendo un rol clave en el journey del protagonista. El arco dramático estructurado por Cesar Díaz es sencillo, pero nos brinda una hermosa historia de reencuentro madre e hijo; comparándolo con la tragedia, es como si “Telémaco” tuviera un golpe de conciencia sobre el heroísmo de “Penélope”. El resto de mujeres –en la comunidad de Nicolasa y dentro del círculo familiar– sirve de coro a ese descubrimiento personal, el cual significa una revaloración del rol femenino en las luchas armadas.

A su manera, cada mujer del metraje intenta convencer al joven de “pasar página”; la primera lectura a esos diálogos nos hace pensar en resignación, más tarde descubrimos que las sobrevivientes sufren la mayor secuela del régimen dictatorial: la vergüenza. Las violaciones, torturas y demás crímenes presenciados generaron aletargamiento colectivo, del cual se comienza a despertar. “Me acostumbré a vivir con los muertos, pero ya me cansé”, dice Nicolasa a un colérico protagonista, ante la imposibilidad de exhumar los restos. Las “madres” –significando mujer sabia y no progenitora– intentan anestesiar las heridas para evitar más traumas. En un momento emotivo, Cristina (Dib) le pide a Ernesto no dar vueltas a los secretos revelados y dejar de lado la parte racional ligada a su padre. Para ellas, después de tanto dolor, los “ideales de lucha” han perdido valor y sentido. Puesto que la vida es el único fin valioso ¿qué sentido tiene el triunfo en una tierra llena de muertos?

Los crímenes de la dictadura generaron una onda expansiva que alcanzó a las jóvenes generaciones. Dice otro personaje: “aquí sólo se puede vivir loco o borracho”, pues la apatía general es una consecuencia de la  corrupta estructura social de la nación. El burocratismo se ha filtrado en todos los ámbitos, incluidos los espacios altruistas, como la institución donde trabaja Ernesto. “El juicio” (en segundo plano) no evoca a los altos valores de justicia, sólo es un mero trámite para dar a conocer “la verdad”, la cual ni siquiera alcanza un impacto trascendente mínimo fuera de las cortes.

Aunque la película tiene momentos destacados, el estilo monótono de la fotografía (influenciada por el formato documental) da mayor relevancia al riguroso verismo que al crescendo emotivo de la trama. César Díaz menciona en entrevistas que los planos generales son una forma de “tomar distancia” de los personajes, sin preciosismos. No obstante, la lejanía teatral quita profundidad a la dimensión psicológica de los personajes; aunque, por otro lado, aquello también da síntesis a momentos muertos de la trama.

Con apoyos económicos mexicanos, belgas y franceses, Nuestras madres se alza como una memorable Cámara de Oro. En cuanto a la dirección escénica, destacan las ejecuciones actorales. En comparación con producciones mexicanas, donde se prima a la fría rigidez interpretativa del amateur como “virtud”, el ensamble funciona de forma ágil, verosímil y cálida. En medio de miradas pesimistas hacia los crímenes del pasado sangriento, la película de César Díaz establece una mirada conciliadora y reconfortante, sin fatalismos del tercer mundo que satisfagan a la voyerista mirada del espectador extranjero. Una obra austeramente bella en contenido y forma. 

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Crítica

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