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Shirley: el mundo cruel de las niñas

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Irving Javier Martínez (@IrvingJavierMtz)

Rose (Odessa Young) y Fred (Logan Lerman) son una pareja de académicos que viaja a Vermont, para trabajar en la Universidad de Bennington. Al llegar se hospedan en el hogar del crítico Stanley Hyman (Michael Stuhlbarg) y la escritora Shirley Jackson (Elisabeth Moss), quien inspira su próxima novela en Rose y una chica perdida del vecindario. No obstante, Jackson comenzará a jugar psicológicamente con la joven para entender los pensamientos de su protagonista en la ficción.

El conocimiento no asegura la integridad ética. ¿Cuántos “intelectuales” te han decepcionado tras conocer datos sobre su vida personal? En el cine, ¿Quién teme a Virginia Woolf? (Mike Nichols, 1966) ofrece la mejor sátira de la élite académica, donde un matrimonio emplea la retórica para arrojarse verdades hirientes como balas. Basada en la obra homónima de Susan Scarf Merrell, Shirley (2020) tiene ecos de aquel filme, ya que también presenta a dos parejas con el mismo destino: un frustrado matrimonio sin amor. Como en la obra de Edward Albee, los anfitriones usan a los recién casados de vertederos para descargar frustraciones; Stanley la obsesión por su propia mediocridad y Shirley las inseguridades y miedos que obstruyen su creatividad. De tal reinterpretación sobresale un subtexto que remarca el machismo y la misoginia presentes en las esferas del más alto academicismo progresista.

La adaptación de Josephine Decker (talento emergente con grandes ideas) ficciona la vida de Shirley Jackson, lo que permite cocinar un “mil hojas” temático sobre el oficio literario, muy en la línea de clásicos como Las horas (Stephen Daldry, 2002) o El ladrón de orquídeas (Spike Jonze, 2002). Lo fascinante de esta revisión biográfica es la representación de Jackson como un ser agresivo, inestable y sin justificaciones a su carácter. Mientras otros biopics (por más ficticios que sean) intentan reforzar la leyenda, Decker y Sarah Gubbins (guionista) deconstruyen a la escritora en una caótica bomba de emociones. La dualidad femenina entre la escritora y la joven embarazada (Young) desconcierta e inquieta al espectador, porque jamás sabrá dónde está parado: podría ser una película de terror, un thriller psicológico o un drama erótico. El excelente manejo del suspenso supera las expectativas resultantes de su paso por Sundance.

Después de establecerse el vínculo emocional entre las dos protagonistas, comienzan los momentos atractivos del largometraje. Si bien se dan guiños de camaradería femenina, lo que predomina en tal relación es la violencia pasivo agresiva, por parte de Jackson, para despertar a Rose de la ilusión del matrimonio feliz. Es interesante cómo la trama construye un puente entre la admiración de Rose como lectora hasta el deseo “carnal” (un coqueto detalle queer) sin llegar al romanticismo lésbico en boga (Carol, Retrato de una dama en llamas). La relación afectiva entre ambas mujeres les permite descubrir un placer superior al bienestar proporcionado por la vida familiar.

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El concepto de sororidad no está dulcificado y se vuelca hacia la inusual sensualidad de Elisabeth Moss. Lo que muchos espectadores asumen como dolor (debido a la conexión inmediata con The Handmaid’s Tale), es una fuerza salvaje impulsando a Rose a tomar consciencia sobre su propia infelicidad. Menciona la realizadora: “al estar cerca de Shirley, [Rose] se dio cuenta de que hay otra manera”, idea ilustrada en la magnífica “escena de los hongos”. Tras el despertar, la idílica vida matrimonial se torna desangelada y el decadente cautiverio de Jackson ahora es la luminosa puerta de escape; un cambio de tonos bien logrado por el director de fotografía Sturla Brandth Grøvlen –el mismo de esa obra maestra en plano secuencia llamada Victoria (Sebastian Schipper, 2015)–, quien determinó las diferentes texturas, perspectivas y luces que enriquecen al drama.

En Shirley hay dos elementos cuestionables: el diseño de audio y el montaje, os cuales sobrecargan el concepto de locura “americana”. En un intento por remarcar géneros, los remates acústicos tienden a ser intrusivos. Por ejemplo, en el homenaje a The Haunting (Robert Wise, 1964), la banda sonora, el sonido ambiental y los crujidos de las paredes redundan en conceptos logrados por la imagen, un exceso auditivo recurrente a lo largo del metraje. Las constantes notas de violín son formalismos comerciales para hacer legible (a nivel mainstream) la división entre los tres mundos que conforman la película: el real, el onírico y la historia en la mente de Shirley.

De igual forma, los desenfoques (Lensbaby) durante los resplandores creativos de la escritora –referentes a la novela Hangsaman– se sienten sobrados en un trabajo tan lírico. De no existir esa metaficción sobreentendida el relato habría sido aún más siniestro, con una ambigüedad desconcertante entre ficción, sueño y realidad. Sin embargo, a pesar de dichos vicios en la sala de edición, la idea general de la directora sobrevive y prima sobre la forma. Cuenta Decker que muchas ideas (como el despertar sexual de Rose tras la lectura de La lotería) nacieron en la postproducción, lo que habla bastante de su capacidad para transformar la narrativa en la marcha, cualidad adjudicada a los grandes maestros del cine. En una industria justa, Shirley sería fuerte competidora durante la temporada de premios, ya que lo tiene todo: actuaciones excelentes, relevante discurso y grandes talentos comandando el proyecto.

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Crítica

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