La casa señorial: Puiu juega con nuestra paciencia

Irving Javier Martínez (@IrvingJavierMtz)
Transilvania, siglo XIX. Cinco personajes aristocráticos se reúnen en una mansión para divagar sobre la guerra, religión y cultura. La casa señorial es una extensión del taller de actuación mostrado en Three Exercises of Interpretation (2013); sin ninguna trama, sólo un ejercicio de técnicas actorales. Una rareza fílmica que desconcierta por los excesos de metraje y densidad discursiva.
Durante los seis episodios de La casa señorial –basada en textos del filósofo Vladimir Solovyov– predominan los planos fijos con expositores desarrollando argumentos trascendentales para la vida “moderna” (en plan platónico). A diferencia de Sieranevada (2016), esta película no cuenta con descansos de sutil comedia o viñetas costumbristas; no, la solemnidad y seriedad se mantiene firme hasta el final, lo cual genera cierta austeridad narrativa en la línea de Manoel de Oliveira (alrededor de 60 planos conforman el largometraje).
Dentro de la propuesta hay un ligero resquicio de vanguardia. Homenajeando a Buñuel, las discusiones aristocráticas son interrumpidas por un momento de exagerado surrealismo: el ataque armado a la mansión, muy parecido a la cena interrumpida en El discreto encanto de la burguesía (Luis Buñuel, 1972). El episodio II (llamado Itsván, del que salen la mayor parte de las escenas del engañoso trailer) muestra el ambiente tras bambalinas con el personal de servicio a la manera de El Ángel Exterminador. No obstante, la crítica a la “explotación laboral” asimilada es tan breve que no causa ningún efecto en la verborrea de los demás capítulos.
La casa señorial también recuerda a la atmósfera prerrevolucionaria de El arca rusa (Aleksandr Sokúrov, 2002), donde a partir de postales se intenta crear un vistazo melancólico sobre los últimos días de la monarquía (con un resplandor de próximo exterminio). Sin embargo, la película de Puiu lleva la forma al segundo plano para ahondar en el contenido discursivo. En la primera parte (capítulos I, II y III) se da un marco ideológico sobre el concepto de “modernidad” para los aristócratas y cada personaje es una pieza del rompecabezas que integraba la corrección política y social del siglo XIX. Por ejemplo, la guerra se defiende como un mal necesario (santificando a los héroes nacionales), a lo que Olga (Marina Palii) responde con un cuestionamiento sobre la demonización de los cosacos.
Los textos rescatados por el director integran el abanico de tópicos que conforman la mentalidad occidental centrista. En el mejor diálogo, Edouard (Ugo Broussot) plantea la unificación de toda Europa para resguardar a “la civilización” de una inminente multiculturalidad. De hecho, la mayoría de las conversaciones van en esa dirección: una angustia generalizada por la muerte de los valores que han regido a la vida europea hasta entonces (principalmente, la guerra y la religión). Son importantes las breves aportaciones de Madeleine (Agathe Bosch), ya que se manifiestan como firmes censuras (desde la perspectiva del siglo XXI) a las ideas xenófobas y misóginas de sus compañeros de tertulia.
No obstante, con todo y la riqueza teórica de las conversaciones, La casa señorial se siente una pedantería intelectual. Otros autores, como Nuri Bilge Ceylan, han logrado integrar a sus proyectos una carga elevada de disertaciones profundas sin distanciarse de la narrativa convencional. Cristi Puiu hace todo lo contrario y elimina cualquier posibilidad emotiva, haciendo un mínimo trabajo de adaptación literaria. Lo anterior tiene un efecto negativo, ya que la audiencia no tiene un contexto que le permita vincularse emocionalmente con los interlocutores. Cada diálogo se siente plano y sin intensidad dramática.
Tan anticlimática es la estructura, que los últimos capítulos redundan sobre el bien y el mal cristiano; es entonces cuando los 200 minutos comienzan a sentirse una excentricidad. Mientras en la primera parte se exponen temas afines a la actualidad, los capítulos IV, V y VI se estancan en la “parábola del viñedo” y las diferentes interpretaciones de la religión; muy radicales para los tiempos de Solovyov, pero sobradas para la actualidad. En ese momento, el brillo discursivo ya se ha distorsionado en un análisis moralista sobre la existencia de Dios y la auténtica cristiandad.
El mayor obstáculo es la falta de depuración del texto de Solovyov, aunque parece ser una decisión del director (quien en entrevistas está al tanto del posible rechazo de su filme). Lo desconcertante de La casa señorial es que su calidad se asemeja a clásicos como Pieza inacabada para piano mecánico (Nikita Mikhalkov, 1977), pero con un contenido filosófico burdo; parece más una obra diseñada para ser expuesta en instalaciones de museos. No obstante, se nota el amor hacia el proyecto (financiado con apenas 200 mil euros) y seguramente encontrará su público con el tiempo. Mínimo, como documento teórico tiene su valía.
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