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El acusado y el espía: innecesario victimismo

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Irving Javier Martínez (@IrvingJavierMtz)

Francia, 1984. El capitán Alfred Dreyfus (Louis Garrel) es acusado de entregar documentos oficiales a espías extranjeros y condenado al exilio en la caribeña Isla del Diablo. Cuando el servicio de inteligencia militar comienza a investigar al comandante Esterhazy, el coronel Georges Picquart (Jean Dujardin) descubre que el juicio contra Dreyfus fue parte de una conspiración en contra del militar por su origen judío. La insistencia de Picquart por hacer pública la inocencia del prisionero es castigada por sus superiores, razón por la que buscará la ayuda de políticos e intelectuales (incluido el escritor Victor Hugo) para divulgar la verdad.

El actual feminismo nos abrió los ojos sobre las malas prácticas en la industria del cine. La discusión sobre “el autor y su obra” ayudó a confirmar que “la escena de la mantequilla” de El último tango en París (1972) fue un abuso o que las obras de Woody Allen repiten patrones misóginos como “la mujer tonta” y “la histeria femenina”. El reciente trabajo de Roman Polański revivió el tema en Venecia 2018. Lucrecia Martel, presidenta del jurado, se negó a asistir a la proyección de gala y emitió un contundente “yo no separo al hombre de la obra”. A pesar de la protesta, el filme se llevó el Gran Premio del Jurado.

Todo ese contexto es importante para entender la película, ya que el mismo director confirmó los paralelismos entre el largometraje y el juicio público en su contra: “puedo ver la misma determinación de negar los hechos y condenarme por cosas que no he hecho”, dijo en una entrevista realizada por Pascal Bruckner. Siendo ese el principal motor de la adaptación, es bastante justo evaluar al filme desde una perspectiva extraestética: el nuevo largo de Polanski es merecedor del repudio social.  

Como sucedió con Ninfomanía (2013), que sirvió de expiación a Lars von Trier (tras el “entiendo a Hitler”), El acusado y el espía tiene marcadas conexiones entre el escándalo Dreyfus y el de Polanski: desde la ascendencia judía hasta el castigo público por un crimen “no demostrado”. El señor tiene callo y sabe muy bien cómo hacer las cosas; no abordó la perspectiva desde Víctor Hugo (demasiado impersonal para su objetivo), pero tampoco lo llevó al terreno del martirio en el exilio de Dreyfus (tan cínico, no es). Optó por construir la trama a partir de la mirada del “héroe” Picquart, quien valida (a discreción) la injusticia contra su alter ego.  

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Polański ya había trabajado en el terreno histórico en Tess (1979), por lo que no existe ninguna innovación en su filmografía; 40 años después, la misma fórmula (a fuego lento) se siente apolillada y rancia. El realizador insiste con la idea de la “degradación del país” (incluida un par de veces en los diálogos) para remarcar la impunidad del caso. En otra película ese contexto habría sido una magnífica crítica contra el Estado francés y la opinión pública; pero, tratándose de Polański, parece un manipulador intento por verse a sí mismo como el único damnificado de una sociedad corrupta (ya saben, compartiendo responsabilidades).

Por si no fuera poco, incluye un prólogo donde Dreyfus solicita un ascenso de rango a Picquart, el cual le es negado. Esa cola narrativa es el colmo del victimismo, ya que cuestiona a sus propios defensores, insinuando hipocresía y oportunismo a costa suya. Esas reflexiones morales (inusuales en su cine) son las piedras en el zapato de la película. No se siente obra cumbre (como El Irlandés en la carrera de Scorsese), es más una rabieta contra sus detractores. Por tal motivo, resulta incómodo ser  testigo de tanta nominación por parte del gremio europeo (teniendo en competencia a Retrato de una mujer en llamas).

En conjunto, la producción tiene limitaciones. Sus dos películas previas (moderadamente canceladas por la opinión pública) tenían una interesante evolución hacia el tono fársico. En el último filme da varios pasos en reversa hasta llegar a la solemnidad hollywoodense, que ni la mismísima Chinatown (1974) tenía. La película se destaca en interpretaciones (Jean Dujardin soporta toda la película) y diseño de producción (en sincronía con la fotografía), pero esos logros se pierden en lo conservador y relamido de la historia (que bien pudo durar menos de dos horas). Son innegables las aportaciones de Polanski a la historia del cine, pero El acusado y el espía está lejos (por mucho) de alcanzar el nivel magistral del pasado. Los aplausos son un claro desafío a colectivos específicos, en negación rotunda a aceptar que los tiempos en la industria han cambiado y los “ídolos” pueden convertirse en monstruos depredadores.

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