Los Miserables: demasiado optimista para tiempos violentos

Irving Javier Martínez (@IrvingJavierMtz)
Stéphane Ruiz (Damien Bonnard) es asignado a una patrulla anticrimen en los suburbios de París; sus compañeros de trabajo son Chris (Alexis Manenti) y Gwada (Djebril Zonga), dos policías con métodos prepotentes para mantener “el orden”. En el primer día de Ruiz, la brigada atiende la denuncia por el robo de un león del circo gitano. Mediante redes sociales, los agentes descubren que el ladrón fue Issa (un niño conflictivo del barrio), pero su captura se sale de control y el evento es grabado por un dron que sobrevolaba en la zona, lo cual desata un operativo para encontrar al dueño del dispositivo y eliminar el video.
La película ha tenido una proyección internacional gracias a la postura política de su director (muy oportuno en la era de Macron y los “chalecos amarillos”). Sin embargo, la revolución planteada por Ladj Ly no queda del todo clara en Los Miserables (2019), cuyo punto de enfoque es la corrupción en los poderes del Estado, mas no la miseria en los sectores “desclasados” de Francia. El protagonismo de los policías y superiores ocasiona la percepción de los suburbios como una impersonal masa de gente muy violenta (obviando las razones).
A diferencia de la novela de Victor Hugo (mencionada en cada entrevista al director), no existe una dinámica opresor-oprimido que permita sentir simpatía por los insurgentes; en cambio, sí se trabaja demasiado la compasión hacia Ruiz y Salah (Almamy Kanouté), el poderoso narcotraficante de la zona. Aunque el realizador intentaba hacer una película sobre Gavroche (en palabras propias), terminó en una justificación a Javert, enarbolando su redención final. Llega a un nivel de condescendencia tan alto, que el presidente Macron sumó el filme a su agenda política. En otras palabras, Los Miserables no incomoda a nadie; incluso, Joker (Todd Phillips, 2019) podría ser un mejor estandarte antiestatista.
Involuntariamente, la ópera prima de Ladj Ly encaja con el perfil del clásico cineasta burgués progresista (muy parecido al pseudorealismo bobalicón de Maïwenn o Nadine Labaki). Previo al desenlace, existe un extraño anticlímax con los policías y el “alcalde” (un tipo autodenominado regente del barrio) lidiando con la cotidianeidad y sus familias. Esta perspectiva es un tanto problemática, ya que amortigua la imagen negativa que el espectador podría tener del sistema judicial, haciendo de las autoridades buenas personas encargadas de hacer el trabajo sucio. No se percibe esa atmósfera de injusticia social presente en títulos como Court (Chaitanya Tamhane, 2014) o cualquier obra de Jafar Panahi, en los que la corrupción y el despotismo ya son parte de la personalidad nata de los funcionarios.
Mientras otras producciones contemporáneas intentan cambiar la narrativa sobre los grupos desprotegidos (Atlantics, Sorry We Missed You o Bacurau, en la misma Selección Oficial en Cannes), Los Miserables se pasa de optimista con su perspectiva “buen rollo” (muy en la vieja escuela de los Dardenne). El final abierto pone a la “empatía” como eje determinante en la solución a la violencia (no leyes ni acciones, sólo sentimientos); incluso, el mismo Ladj Ly afirma que la intención de esa última escena era dar un mensaje de esperanza al espectador. Quizás sea posible en Europa, pero en el tercer mundo es iluso considerar que el problema se resuelva con las buenas intenciones de un policía honesto.
Aunque al final vemos el estallido de la furia colectiva, la trama parece un evento aislado y no el resultado de un contexto nacional. La película (adaptación de un corto homónimo de 2017) está inspirada en los disturbios multitudinarios de 2005 contra la policía francesa, en protesta por la muerte de dos chicos norafricanos (quienes fallecieron electrocutados tras huir de una revisión “rutinaria”). El mayor atributo de Los Miserables es convertir ese referente histórico en un elaborado “conflicto” a lo Farhadi (donde el “incidente” evidencia una red de serios problemas arraigados en la sociedad).
Si bien no alcanza los niveles de anarquía épica anunciados desde Cannes (no tira piedras a ninguna élite francesa), el largometraje posee un atractivo y contundente discurso sobre el descuido de las periferias en las grandes ciudades (el “elefante en la habitación” omitido por las administraciones de cualquier nación). Ladj Ly es un genuino activista en pro de los olvidados, tan quisquilloso e incorrecto como Ken Loach (en sentido positivo), sólo le falta encontrar una narrativa alejada de los convencionalismos del cine de festival más estandarizado (las apologías a la miseria que tanto gusta a los críticos veteranos).
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