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Los años azules: la incertidumbre como estado latente

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Por: David Ornelas (@DAVIDORNELASM) 

Muchas veces resulta que la grandeza de una película radica en su sencillez, entendida como sinónimo de sutileza en la exposición de los temas y en el manejo de los detonantes dramáticos. Si hay que destacar algo de Los años azules (Sofía Gómez Córdova, 2017) en primer lugar, es eso: la sutil manera de abordar las crisis de juventud (¿solo de juventud?), sin prejuicios, sin azotes, sin romances de ensueño y sin lágrimas baratas; pero también, sin concesiones ante lo duro que pueden resultar las rupturas de identidad, el desconcierto emocional, la incertidumbre y los cambios inevitables.

Ganadora de algunos premios importantes en México y en el extranjero, se trata de la primera cinta dirigida por  Sofía Gómez Córdova (co-guionista de esa joya poco vista del cine mexicano contemporáneo independiente: Somos Mari Pepa). En un barrio central de Guadalajara, cinco inquilinos habitan una casa vieja: un fotógrafo desidioso, una bailarina perfeccionista, una actriz que nunca concluye nada, un estudiante de letras bonachón y sin prisa y una estudiante de ciencias, temerosa de los cambios. Cada uno con sus anhelos y sus lesiones, conforman un hábitat que, a pesar de los momentos de gozo, atraviesa una innegable temporada de fragilidad. ¿Será por eso que el color azul al que refiere el nombre de la cinta, evoca la inestable, pero sin duda entrañable y nostálgica, tonalidad del ambiente previo a una tormenta?

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Tras la decisión de construir un relato coral, viene la necesidad de tener un hilo conductor o un escenario que amalgame. En Los años azules, la casa vieja funciona, no solo como espacio común y escenario de los conflictos, sino como lienzo que, a manera de espejo, refleja con sus desperfectos el sentir de los personajes. Un foco que parpadea se vuelve constancia de la inestabilidad anímica; el drenaje del patio que no drena como debería, nos previene de la anegación interna, emocional; un boiler que no calienta anuncia nos recuerda los baldes de agua con que la vida a veces nos enfría.  

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Al tener personajes con historias, aspiraciones y personalidades tan diversas, son muchos lo momentos en que la película pudo derivar en cauces genéricos o temáticos convencionales y poco afortunados. La sensibilidad de Sofía para explorar en lo profundo de una historia con tintes autobiográficos, salva a la trama de caer en las garras del melodrama empalagoso, del drama familiar lacrimógeno, de los conflictos de identidad relacionados exclusivamente con las preferencias sexuales o de las cintas conservadoras sobre los hábitos juveniles.

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Con esa misma inteligencia y sensibilidad para contener el relato y despojarse de los clichés, Sofía se aventura en la exploración de un tema más complejo e inaprensible. Sin salir de la casa lienzo, la casa espejo, y con un gato como testigo, los personajes de Los años azules intentarán seguir adelante, sin desmoronarse demasiado, sin que el agua les llegue al cuello, con la certidumbre de que la única constante es la incertidumbre. He ahí el tema central del largometraje, el que aflorar desde la sutileza, la incertidumbre de una etapa de la vida en la que más nos empeñamos en buscar respuestas y en la que parecemos urgidos por definirnos de una vez y para siempre.

Dramas de identidad juvenil hay muchos. Filmes que regañan, que aconsejan, que moralizan, siempre estarán de más. Películas sobre la incertidumbre como abismo, como estado latente, como impulso creativo, hay menos y ese es quizá el gran aporte de Los años azules, porque quizá la incertidumbre sea el gran tema de la humanidad en todas sus etapas.

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