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Lady Macbeth: La historia a destiempo

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Por: Rodrigo Garay Ysita

Este texto empieza, seguramente por capricho, recordando algo que Lucrecia Martel dijo en el Foro de la Crítica Permanente del pasado Festival Internacional de Cine UNAM, específicamente, durante la charla que la cineasta compartió con Kent Jones y Roger Koza el 1 de marzo, titulada El sonido y las letras. Al respecto de Zama (2017) y de por qué no usó música de la época en la que se desarrolla la trama, la directora aseguró que la decisión había sido política: ella no quería seguir aportando a una representación histórica oficial porque “ese relato no nos ha servido para nada más que para perpetuar injusticias, privilegios absurdos”.

Es una coincidencia muy afortunada que Lady Macbeth (2017) se haya estrenado unas semanas después de esa conferencia. Así como la discrepancia entre los elementos formales del filme de Martel y la supuesta cronología que la ambienta, la película de William Oldroyd aprovecha algunas incongruencias anacrónicas para demostrar lo que le interesa. Podríamos reciclar la pregunta que hizo la argentina sobre Zama para hablar de Lady Macbeth (y añadirle nacionalidades, de paso): ¿de qué época es un largometraje basado en un libro ruso de 1865 que reinventa a un personaje escocés de principios del siglo XVII, realizada por un cineasta británico en 2017? ¿Cuál es la época de una película?

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El drama de Katherine Lester y cómo su nuevo matrimonio la quiere convertir en un mueble pertenece sin duda a un presente compuesto que participa con sus amplios antecedentes bibliográficos —además de la novela corta de Nikolai Leskov que adapta, una lista innumerable de mujeres torturadas por el tedio, como Anna Karenina, Catherine Earnshaw o Emma Bovary. La pequeña mansión inglesa que la consume dice mucho de su tiempo y su lugar, como la insolencia de la joven o la asexualidad de su esposo hablan de características sociales que atañen a los psicólogos modernos. Cuando a estos elementos se les añade el amante, un Macbeth salvaje al que Katherine busca domesticar con las mismas reglas que ella rechaza para sí misma, la dinámica entre muros se vuelve la de los triángulos amorosos de cualquier año.

Martel habló del desmantelamiento de una imagen histórica. En efecto, el anacronismo en Lady Macbeth quiere desarticular el funcionamiento de una casa mínimamente respetable en los términos de 1865 para saber de qué estaba hecha. La fuerza incontrolable de una niña del siglo XXI no tiene lugar en un ambiente impecable de antaño y, de cierta manera, la inadecuación de Katherine es lo que resalta los puntos cuestionables de lo que fue el ambiente hogareño, como el rol de los sirvientes (el personaje de Anna, por ejemplo, nunca deja el papel de la sirvienta estereotípica: sumisa, soplona y persignada) o la percepción del linaje y de la herencia.

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El sistema que se pone en jaque es también lo suficientemente complejo como para no simplificar la represión femenina que es el foco de esta reinvención shakespeariana. Los intentos por demeritar la sexualidad de la protagonista nunca rinden frutos y, aunque su rebeldía viene en contra de una autoridad que la nulifica, ella misma tiene atributos de dominio intransigente sobre otros elementos de la casa. En el esquema vernáculo de los Lester, la mujer era un objeto, pero sus criados era menos que eso, y hay una escena que lo exhibe muy bien: cuando Katherine encuentra a los sirvientes abusando de Anna, aprovecha su superioridad para someterlos con la misma frase que su marido había usado contra ella para dominarla en la intimidad («Face the wall»).

Más allá del afán por tener un espacio libre en donde disfrutar de su amante, su lucha territorial podría ser entonces una revancha inconsciente contra sus opresores; la enemistad cada vez más notoria entre la calma perfecta de la puesta en escena y la avalancha de microhisterias en la corporalidad de Florence Pugh, la actriz que se come discretamente el escenario, si es ésa una ironía permisible en este caso. La conquista de Katherine importa más por su desarrollo que por sus motivaciones; después de todo, la Lady Macbeth de Shakespeare era oscura desde un principio y sólo fue haciéndose más cerrada mientras la devoraba la locura, como también sucede aquí.

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Que haya paralelos tan evidentes de este argumento en otras películas realizadas el mismo año —El seductor (The Beguiled, Sofia Coppola) y El hilo fantasma (Phantom Thread, Paul Thomas Anderson), las dos de 2017—, no necesariamente quiere llamar la atención a una regresión social a tiempos más oscuros (ni una fijación autoral por los hongos venenosos), sino que más bien demuestra la conjunción de temporalidades ficticias y concepciones de época en un plano colectivo de ideas de donde el cineasta, el escritor y sus respectivos públicos pueden adaptar sus filias y preocupaciones; un imaginario contemporáneo siempre en presente, independiente de fechas y especificidades folclóricas.

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