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Las hijas de Abril: los tristes desenlaces del canibalismo maternal

las hijas de abril 3

Por: Rodrigo Garay Ysita

Casi como una parodia de esa ansiedad dulce que algunas abuelitas tienen por reanimar el impulso materno en sus años presentes, menos fértiles, y poner el ala protectora renovada sobre sus nietos, la trama escandalosa de Las hijas de Abril desenvuelve los pliegues psicológicos de una madre hambrienta, recién convertida en abuela, a base de golpes de guion (y si no se escribió “madrazos de guion” fue por pudor verdadero, que ya muy lejos han llegado los abusos del humor involuntario que acompaña siempre a nuestro argot mexicano): los arranques violentos a los que su autor, Michel Franco, ya nos tiene muy acostumbrados.

La transformación de Valeria, hija menor de Abril, de embarazada prematura a defensora aguerrida de su descendencia ocurre de manera tan superficial como el martirio de Alejandra en Después de Lucía (también de Michel Franco, 2012); el protagonismo reducido a un mero dispositivo de la narración —un prop, prácticamente— para darse gusto con las fuerzas antagónicas: como la sorda recepción de abusos que el personaje en blanco de Tessa Ia soportaba para exponer la naturaleza maligna de la juventud, hasta reventar, Valeria es otra víctima predestinada a sufrir la maldad del mundo hasta el momento en que el guionista decide, quizás arbitrariamente, tirarle un gancho a los nervios de la audiencia en un par de ocasiones.

Los giros sorpresivos a los que se orilla a los personajes, menos frecuentes y de menor intensidad que en las películas anteriores del cineasta, vienen a astillar un planteamiento familiar agudo y con fundamentos enormes, casi universales. El elemento más notable entre ellos, ya se adivina, es Abril —gratamente interpretada por Emma Suárez, no hace mucho protagonista de otro telenovelón llamado Julieta (Pedro Almodóvar, 2016)—, quien, antes de convertirse en la villana de proporciones desmesuradas que usurpa a su nieta con jugadas macabras, es invocada en Puerto Vallarta como una encarnación de la sexualidad feroz de las madres primordiales, las madres mitológicas. Abril inyecta de forma inmediata un aire de vida en la casa y se conduce como una mujer controladora y abundante en varios sentidos (gran símbolo de la fertilidad con sus coloridos vestidos de flores); su fuerza sexual se va vinculando poco a poco, mientras sube el tono de su perseverancia, con otra figura literaria que nunca ha dejado de estar muy presente en el imaginario colectivo de Occidente: el vampirismo.

Para delinear ese carácter de monstruosidad acaso está el personaje de Clara (y para ninguna otra cosa, en realidad). La hija sumisa, en su pasividad y estado de nerviosismo perpetuo, es una muestra frígida de la víctima irremediable de este vampiro metafórico, la mujer asexuada a la que se le ha robado la juventud y se le ha dejado seca, sin un ápice de libido y, por lo tanto, sin voz ni voto en el desarrollo de los hechos espectaculares de la película. Aunque sea por unos pocos años de diferencia, Clara ha sufrido la voracidad de su madre más tiempo que su hermana y se nota en su presencia cansada.

De este modo, Abril vuelve de las tinieblas por el segundo aire que puede robarle a la más joven, la heroína Valeria, bajo el pretexto de que ésta es demasiado inmadura, imprudente e irresponsable para hacerse cargo de su nuevo bebé. El proceso en que la madre devora a suhija (alegóricamente, desde luego, pues ya se había establecido que Las hijas de Abril es más mesurada que sus antecesoras y no tiene cabida para imágenes cruentas) y la despoja del fruto de su feminidad (¿hay un símbolo menos obvio del pulso vital que un recién nacido llorón?) pudo haberse llevado por una línea que explorara los roles de la mujer en la familia contemporánea o las adversidades rituales que forman el carácter de una joven en su paso hacia la adultez o el virus genealógico, degradante y oscuro, de la histeria reventada en esquizofrenia o megalomanía o, incluso, los juegos convencionales de un nuevo thriller nacional (y no tan chilango). Todos estos perfiles y sus posibles desenlaces tienen semillas en la primera mitad de un relato que decide, en su afán de apelar a un bajo común denominador en la audiencia, ignorarlos para optar por la inverosimilitud liviana del factor-impacto —un ejemplo de varios: el plano fijo que sostiene el abandono de un personaje, no por suspense ni por sátira como en planos similares de Yorgos Lanthimos en Kynodontas (2009) y The Lobster (2015) o en la película de Roy Andersson que prefiera el lector, sino por el puro gusto de “formar personajes” a través del shock.

La parálisis en el desarrollo de las figuras femeninas en Las hijas de Abril es también la de la imagen, situación un tanto irónica, que en su fría y muy limpia precisión europea (Yves Cape, director de fotografía que ha trabajado con artistas de alto calibre como Bruno Dumont y Leos Carax, está otra vez irreprochable técnicamente) se coloca demasiado lejos como para atravesar la superficie histérica del griterío entre Abril y Valeria, y permanece en la observación aséptica de una toxicidad que de seguro hubiera sido más expresiva con un toque de candor.

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