Capitán Fantástico: El bufón marxista | Crítica

Por: Rodrigo Garay Ysita
Matt Ross estuvo cerca. Pudo haber asestado tremendo golpe, con risas y colores, al sistema de valores fundamentales de su país (y qué mejor momento para hacerlo). Pudo haber entretenido a las masas con una crítica de sus propios vicios, con el sueño de una divertida escapatoria de los amarres estupidizantes de la cultura estadounidense. Ya se adivina, en el subjuntivo desilusionado de esta entrada, que no lo hizo; que —por ponerlo en términos de ardor chilango— se rajó a la hora de la hora.
Le huyó más notoriamente, sin embargo, al otro ataque que plantea en Capitán Fantástico (Captain Fantastic, 2016), el que menos le gustará aceptar a los entusiasmados por el excéntrico modo de vida de sus personajes, pero cuya evidencia en el filme es mayor que la del aparente cuestionamiento al consumismo voraz de los gringos: la crítica opuesta, la ridiculización total de la intelectualidad.
Así el asunto: Viggo Mortensen, intachable como siempre, interpreta al patriarca autoritario Ben Cash, que ha criado a sus seis hijos en un bosque luminiscente en donde, lejos de la abominable educación institucional y la civilización del espectáculo de Vargas Llosa, florece un puro ejemplo de comunidad anarquista. Sus pequeños atlantes están letrados en filosofía, literatura e historia, tocan diferentes instrumentos musicales y tienen la condición física suficiente para cazar su propia comida y subir montañas soportando el dolor de unos dedos rotos. La pequeñísima Zaja, de ocho años de edad, no solamente puede recitar la Carta de Derechos de los Estados Unidos de memoria, sino que comprende sus implicaciones sociopolíticas y sabe aplicarlas a procesos judiciales que han sonado en los medios de comunicación recientemente. Hasta el más amoroso padre, si tiene un gramo de izquierdismo en sus entrañas, abandonaría a sus hijos en un instante a cambio de la progenie Cash.
La caracterización de esta familia superior y autosustentable tiene un encanto entretenido y no está del todo arruinada por la escalofriante presencia a cuadro de los peores actores infantiles del año (la voz del más joven de la tropa notoriamente doblada, de plano), pero es de una imposibilidad tal que pronto queda definida como una colorida caricatura. Una exageración para reírse del carácter inhumano de la gente culta a la que le teme el hombre común. Un enorme sueño húmedo de los que están hartos de la mediocridad de sus familiares que no abren un libro si no lo venden en Sanborns, que se expresan prácticamente en lenguaje televisivo, comunicándose entre ellos a través del nuevo video-sensación en Facebook y las fotos de gatitos en Whatsapp. Ni cómo culpar al guionista.
La burla es una Swiss Army Man (Daniels, 2016) que salió de la adolescencia, pues emplea la estética del cine independiente feel good con sus colores brillantes, su música indie, sus campanas y coritos de fondo y su glorificación de la actitud “socialmente incómoda” para combatir las normas intransigentes de corrección cívica. Se sitúa, asimismo, en un bosque imposible amueblado de cachivaches en donde los elementos de la psique del protagonista están lo suficientemente aislados para darles orden a través de las acciones más inverosímiles (en Swiss Army Man, es un niño que intenta configurarse como un hombre; en Capitán Fantástico, es un hombre que intenta configurar a su familia). En otras palabras, la mentalidad del búnker: una especie de soledad post-apocalíptica muy popular en el cine de los últimos años —véase también en las dos películas más conocidas de Yorgos Lanthimos: Kynodontas (2009) y The Lobster (2015)— en donde, mediante la desproporción imaginativa y un vacío legal, se permite caricaturizar a la sociedad de nuestro tiempo.
Lejos de una connotación negativa, una buena caricatura sirve a dos propósitos. El primero es burlarse, sí, pero el segundo es hacer un juicio crítico. ¿A quién le tira la piedra Capitán Fantástico? ¿Cuáles son sus argumentos? Si la noción de que esos locos sectarios comunistas celebren “el Día de Noam Chomsky” (con todo y póster conmemorativo) en lugar de la Navidad es para morir de risa (porque lo es), ¿el cineasta quiere favorecer entonces a la incómoda cena que se comparte entre la hipocresía de los comensales bien portados? Si hace evidente el peligro que corren los niños empoderados con libertad, ¿prefiere el adormecimiento de los primos embrutecidos por rutinas interminables de videojuegos? De acuerdo con Fernanda Solórzano, Ross —que, además de dirigir, escribió esta película— “quiere complacer a Dios y al Diablo” y falló por su doble e inacabado discurso. Pero el director no parece querer complacer a nadie, sino pegarle a los dos bandos para no tomar partido por una indecisión tal vez no resuelta a la hora de terminar el guion. Mientras que una postura neutra es perfectamente válida en los andares políticos de la vida cotidiana, no le funciona muy bien a una estructura narrativa.
El retrato exacerbado del súper-hombre y sus súper-retoños cojea en el momento de alcanzar el clímax que era tan prometedor, pues una resolución como Dios manda implicaría que se reviente la burbuja de fantasía revolucionaria de la que el argumento parece mofarse o que se reafirme que, después de convivir con los mortales y descubrir que la arrogancia de los anarquistas tiene algunas fallas, la vida en sociedad sigue siendo muchísimo peor. Aunque Capitán Fantástico da la impresión de tomar el segundo camino (en un alegórico rescatar a la madre de las garras capitalistas del sistema), el que esto escribe le aclara al lector paciente, sin spoilers, que no se va a llegar a ninguna parte.
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