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Morgan: Pena ajena, la película

morgan 2016 after credits hq

Por: Rodrigo Garay Ysita

Con disculpas previas y sinceras (porque destrozar una película no puede ser muy provechoso ni para usted ni para mí) comenzamos este texto que, más que un berrinche, es una amistosa advertencia para el cinevidente indeciso.

Durante los primeros segundos de Morgan (2016) —el debut como director del hijo de Ridley Scott, Luke Scott— el crítico ve un error ortográfico. La palabra analyze desfigurada por un dedazo aparece en una de las pequeñas etiquetas digitales de la interfaz futurista genérica que aparece en pantalla. Evidentemente, sería un error y una muestra de neurosis obsesiva juzgar a una producción entera por un detallito que, para fines prácticos, es casi imperceptible. Casi. Si no fuera porque el resto del largometraje resultó ser un desfile de tropiezos técnicos, clichés y vergonzosos desperdicios, no tendría ni siquiera por qué mencionarse.

Lo que el crítico experimentó por hora y media, luego de su muy reprobable lapsus de nazismo gramatical, fueron síntomas inconfundibles de pena ajena. Entendamos por este término el mal tan peculiar que nos aqueja con vergüenza cuando alguien que no somos nosotros (ni lo mande Dios) comete un acto tan inadecuado que se nos apachurran las entrañas y la mirada hace lo mejor que puede para salir corriendo por la comisura del párpado. El “trágame, tierra”, que le llaman. Scott Jr. logró darle al clavo, o al nervio, de eso que ni siquiera es “tan malo que es bueno”, con un intento de ciencia ficción que se toma demasiado en serio para su propio bien.

El origen de la pena ajena está en el momento en que las intenciones no coinciden con el resultado, como cuando alguien cuenta un chiste que no da risa. O cuando alguien hace un thriller que no emociona o una historia de terror que no da miedo. Y Morgan es ambas. En ella, Kate Mara interpreta a una agente de una compañía siniestra que va a investigar el fracaso aparente de un grupo de científicos, luego de que el experimento en el que han estado trabajando (una niña creada artificialmente con ADN modificado) se saliera de control.

Lo vergonzoso de este asunto viene principalmente de dos lados: un guion divagante, predecible y con diálogos salidos de un diccionario de lugares comunes a la Hollywood, y una puesta en escena extremadamente barata en donde todo (los vestuarios, la escenografía, la luz y hasta la manera en que están parados los personajes a cuadro) se ve aburrido o feo. Antes de hacer esta película, Luke Scott trabajó como director de la segunda unidad en The Martian (2015), y si bien la más reciente entrega de Ridley Scott tampoco contó con un argumento medianamente inteligente, al menos no puede acusársele de tener mala apariencia o de desperdiciar a sus actores.

Pena ajena, por cierto, también da ver cómo se desaprovecha un reparto que tiene a Paul Giamatti (quizás la única actuación entretenida en toda la función), Jennifer Jason Leigh y la nueva promesa recién salida de The Witch: A New England Folktale (2015), Anya Taylor-Joy, que, al igual que Rose Leslie (egresada de la academia actoral que es Game of Thrones), parece haber empezado su carrera en las grandes ligas estadounidenses con el pie izquierdo.

Ahora bien, la comparación con The Martian seguramente fue apresurada e injusta debido a la enorme diferencia presupuestaria entre ambas producciones. Con sus 8 millones de dólares, Morgan es sin duda un filme de pocos recursos y, sin embargo, sigue quedando en ridículo cuando se aprecia lo que un equipo bien coordinado o un director práctico o un libreto macizo pueden lograr con incluso menos dinero. Robert Eggers sacó adelante a The Witch con 3 millones, presentando un diseño de producción impecable. Jeremy Saulnier hizo Blue Ruin (2014) con 420,000 dólares, nada más, y los contados planos que necesitaba con un poco de gore están maquillados de manera muchísimo más satisfactoria que la pobre cara de Taylor-Joy embarrada de pintura plateada.

Quizás lo que pasó aquí es que Luke Scott intentó llenar los zapatos del padre con sus pies de bebé, adoptando una estética de blockbuster hollywoodense con los fondos de un cineasta independiente. Para que los pósters de su ópera prima pudieran tener escrito con enorme tipografía “PRODUCIDA POR RIDLEY SCOTT”, había que apuntar a lo alto: falsear la intriga de Blade Runner (Ridley Scott, 1982); editar las escenas de peleas con el ritmo frenético e indiscernible de un Michael Bay a la décima potencia; construir una máquina de matar femenina que ya quisiera ser la nueva Angelina Jolie, Scarlett Johansson o Emily Blunt, y cerrar el penoso espectáculo con su as bajo la manga, el giro de tuerca más predecible del mundo que, en lugar de enmarcar a Morgan en la tradición de aquella ciencia ficción de Isaac Asimov y Philip K. Dick, la empareja con la exquisita saga de Resident Evil, del maestro Paul W. S. Anderson.

Dejando el sarcasmo a un lado, hay que repetir que un error técnico perceptible no tiene por qué echar a perder una película. Es cuando el conjunto final de sus elementos demuestra la misma holgazanería y la misma falta de rigor que hubieran podido dejar sin revisar lo que está pasando a cuadro, que una falta de ortografía minúscula sí la remata con un tiro de gracia.

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Crítica

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