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La cumbre escarlata | Crítica

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¿Qué es un fantasma? Un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez, un instante de dolor quizás, algo muerto que parece por momentos vivo aún, un sentimiento suspendido en el tiempo.

Un fantasma, eso soy yo.

-El espinazo del diablo

Guillermo Del Toro se halla más próximo a Bruno Bettelheim que a Hitchcock, conoce la estructura del cuento mejor que cualquier parte de su cuerpo. Ésta ocasión extrae de la novela gótica el entramado de su filme más reciente y además lo dota de un trasfondo psicológico perturbador.

Edith Cushing, una mujer independiente y culta, se dedica a la escritura de cuentos de terror, constantemente rechazada por ser una dama, encuentra en los brazos de Sir Thomas Sharpe un escaparate para abandonar el mundo que le oprime, sin embargo, pronto descubrirá que el apuesto caballero esconde un sin fin de secretos en la temible mansión que habita. Esa es en breve, la sinopsis de La cumbre escarlata.

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Destaca en primera instancia el trabajo en el departamento de diseño de producción, difícilmente realizadores pasados y futuros lograrán emular la genial labor mostrada en la cinta, la mansión es fundamental para comprender el pasado de los personajes, para encarcelarlos y al mismo tiempo unirlos en una mímesis eterna, una vez más Del Toro demuestra con sobrada brillantez que somos ahí donde se vive, que el ambiente es un simple reflejo de lo oculto, el hogar de los hermanos Sharpe, es el ser más sobresaliente del filme y quizá también se volverá un icono de la cultura cinematográfica por venir.

La fotografía no hace más que destacar la labor de diseño, el alto contraste y la penumbra son los principales elementos; artífices utilizados lo mismo para el espanto que para el romance. El color se emplea con maestría, principalmente el rojo escarlata, tonalidad usada para bautizar la película, también es el principal acompañante de las apariciones que tanto fascinan al director, resolución novedosa a un recurso encasillado en el cliché, seres y estructura tomados de la mano.

Sería impensable un filme del cineasta Jalisciense sin la precisión milimétrica de los movimientos de cámara, una vez más el montaje se destaca por ser minucioso, la planeación del trazo, la iluminación y el bloqueo dramático se nota a leguas, la cámara se mueve con delicadeza, el cine de Guillermo es una actualización de los preceptos Hitchcockianos y sigue siendo una clase maestra de cómo suavizar un corte.

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La música no otorga un tema memorable, como en el caso de su filme anterior: Pacific Rim; es una solución para elevar el conflicto a niveles insospechados, cumple y provoca que el espectador salte cuando menos lo espera, el diseño de sonido propicia el efecto, no el recuerdo.

Es innegable el talento del cast, sin embargo los actores están atados al punto flojo de La cumbre… el guión. El texto subsiste gracias en primera instancia a una serie de pistas que conducirán al irremediable punto de no retorno, pero es tan marcada la inocencia de la protagonista que roza en imbecilidad, de ser ligeramente más sabia el conflicto se culmina en mitad del segundo acto. Es por ello que los personajes se traicionan con frecuencia, las motivaciones no siempre son necesarias, en eso estamos de acuerdo, sin embargo al plantearlas escuetamente el desarrollo se siente así, incompleto. O todo o nada. El cast luce en la medida de lo posible, brilla con luz propia la antagonista interpretada maravillosamente por Jessica Chastain, sin duda, el único elemento destacable del reparto.

La cumbre escarlata es una obra maestra del diseño de producción, referencia necesaria para futuros realizadores, empero es una mala película de Guillermo Del Toro en el sentido de que abandonó uno de sus puntos más fuertes, el desarrollo narrativo a tal grado que mi acompañante aseveró con sobrado disgusto: “Pasó de ser una película de fantasmas a lo que callamos las mujeres.”

Gerardo Herrera

Guionista, cofundador y editor de Zoom F7

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